JESÚS ANTE EL “EGO” PRESUMIDO Y DESPRECIATIVO
Cuando ponemos nuestro “ego” en el centro, todo lo contemplamos y juzgamos a partir de una sola perspectiva: lo que yo soy, lo que yo pienso, lo que yo hago. Y si ahora nos preguntamos: ¿Y qué piensa Jesús de los ego-céntricos, de los egó-latras? Encontramos la respuesta en el evangelio de este domingo a través de un texto muy breve: la parábola del ególatra y del auto-humillado o humilde-humillado: del fariseo que presumía de su bondad, y del publicano que se avergonzaba de su maldad. Así comienza el evangelio de este domingo 30:
“Algunos, teniéndose por justos (es decir, por buenos), se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás (por malos)”
La encarnación de dos formas de orar
La parábola de Jesús sobre el fariseo y el publicano no es un relato de buenos y malos. Jesús, narrador genial, nos presenta a dos personas a través de su forma de orar.
La oración del fariseo
El fariseo entra en escena. Para los oyentes de Jesús los fariseos eran personas agradables, positivas. El fariseo ora en su interior, ¡no en voz alta!¡Sólo Dios podía escucharlo! Lo hacía erguido, pues así era la costumbre en Israel. Su oración se asemeja a un breve examen de conciencia, del que él mismo se autocalifica como “sobresaliente” en buena conducta.
- Ayunaba dos días a la semana. Ayunar quería decir no comer ni beber nada hasta la caída del sol. ¡Buen sacrificio en el clima tórrido e implacable de Palestina!
- Ofrecía el diezmo de todo lo que ganaba a los levitas y al templo, tal como pedía la ley (Num 18,21; Deut 14,22-27).
- Como decía el salmo 119: el fariseo “caminaba con vida intachable en la ley del Señor… guardaba sus preceptos de todo corazón”.
Un hombre así ¿no sería digno de admiración y respecto?
La oración del publicano
El publicano entra en escena. Para los oyentes de Jesús era una figura negativa, desagradable. Un publicano recaudaba los impuestos que ricos y señores del país, como también las fuerzas de ocupación, los romanos, imponían a una población empobrecida. Los publicanos solían ser en esto de recaudar inexorables, explotadores y defraudadores.
Su oración en el templo se reduce a una sola frase: “¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador!”. Se quedó atrás. No se atrevía a levantar los ojos al cielo. Sólo se golpeaba el pecho.
Las puntualizaciones de Jesús
El fariseo contamina su oración de acción de gracias cuando -según el relato de Jesús- se centra en su “ego”: Yo ¡no soy como los demás, ladrones, injustos, adúlteros… y mirando hacia atrás con desprecio se atreve a decir: ¡ni como ese publicano!
El publicano tira su “ego” por los suelos. Ennoblece su oración definiéndose como un “pecador”; expresa su lejanía de Dios, quedándose atrás en el templo; no se atreve a alzar los ojos al cielo, se golpea el pecho, pidiéndole a Dios únicamente compasión. En el salmo 50 se decía: “un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias”.
La puerta del Reino de Dios
Jesús trajo consigo un nuevo sistema: el Reino de Dios. No era un reino para “egos” autosuficientes: “quien quiera venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo”. Quienes forman parte del Reino son “los pobres en el espíritu”, como el publicano, aquellas personas que piden perdón. En cambio, qué difícil es que un autosuficiente, un ególatra entre en el Reino:
“Os aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero”.
El término “justificado” -empleado por el evangelista- es una forma gramatical que técnicamente se denomina “pasivo teologico”: es decir, que por sí solo ya todos entenderían que el publicano fue justificado por Dios, absuelto en el tribunal divino. En cambio, el fariseo no fue absuelto por Dios. María proclamó en su Magnificat que Dios “dispersa a los soberbios de corazón y enaltece a los humildes. ¡No juzguéis y no seréis juzgados! ¡No condenéis y no seréis condenados!













Cuando nos miramos interiormente descubrimos que nuestra fe es débil, exigua: ¡que somos hombres, mujeres, de poca fe! Como los apóstoles le pedimos a Jesús: “Auméntanos la fe”; o como aquel padre a la espera de la curación de su hijo: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. Y Jesús responde: si vuestra fe fuera como un granito de mostaza realizaríais portentos: una encina arrancada y llevada al mar, moveríais montañas. Jesús también responde con una de sus chocantes parábolas: la de las tres preguntas. Es el texto del domingo 27.
Jesús propuso otra parábola de unos siervos a quienes su Señor sí los sirvió (Lc 12,35-38). El que regresaba a casa no era un siervo, sino el mismo Señor, después de un banquete de bodas. Al ver que sus siervos le esperaban -ceñidas las cinturas y encendidas las lámparas y le abrieron al instante cuando llegó y llamó-, se conmovió, los proclamó dichosos y él mismo, el Señor, se ciñó la cintura, les hizo sentar a la mesa y acercándose les servía” (Lc 12,35-38).



Orar por todos… expresión de un amor sin fronteras. San Pablo nos habla en la segunda lectura -carta a Timoteo- sobre la inclusión: ¡Orar por todos, sin excepción! La oración de intercesión es una forma privilegiada del amor sin reservas, sin excepción ni discriminación: “A vosotros que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian” (Lc 6,27; Mt 5,44)). La oración por los enemigos es expresión de amor.
¡Sagacidad para ser acogido y participar en el Reinado de Dios y no quedar excluido!




– La humildad es lo contrario del orgullo, de atreverse a mirar a los demás por encima del hombro; es lo contrario de la arrogancia, la autosuficiencia, o servirnos de los demás para ventaja nuestra.
♠ Pero hay que vigilar también el otro extremo. A algunos les falta justamente lo contrario: quererse un poco, valorarse, reconocer sus valores y cualidades, con gozo, con espíritu de servicio, con valentía para asumir responsabilidades y tomar decisiones, estar a gusto con mi forma de ser, aunque siempre sea mejorable. Aquella famosa definición de Santa Teresa de Jesús: «humildad es andar en verdad». Y mi verdad es que tengo muchos dones y talentos, porque todos somos hijos de Dios, y a todos nos ha hecho bien, valiosos, únicos. La humildad bíblica implica valorarse a sí mismo y valorar en su justo término a los demás, y así ni lo inferior de uno mismo abruma, ni nos molesta lo superior que vemos en los otros (en tantas cosas los otros son mejores que yo, bueno ¿y qué?).
♠ Un segundo aviso o invitación contra-corriente es: El desinterés. ¡Cuántos nos cuesta hacer las cosas desinteresadamente! Casi siempre esperamos respuesta, que nos correspondan de alguna manera, que nos lo paguen; y con demasiada frecuencia buscamos nuestro interés por encima del de los demás. Incluso a veces hacemos el bien para «sentirnos bien», y no por convencimiento o responsabilidad.
Qué bien cuando tenemos confianza en nosotros mismos.
Esa crédula «confianza» está detrás de la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Serán pocos los que se salven?». Es una pregunta que hoy apenas se hace nadie. Tan preocupados y ocupados andamos por vivir el presente, por nuestro bienestar, por los asuntos que nos traen los periódicos y revistas… que eso de la «salvación» suena a palabra de otros tiempos.
