LA OTRA PERSPECTIVA: ¡NO EL PECAR… SINO EL PERDERSE!
En lugar de emplear la terminología del “pecado”, las lecturas de este domingo XXIV nos hablan de “perdidos”, “perdición”, “extravío”. Y nos presentan tres ejemplos: “Perdido y extraviado” estuvo el pueblo liberado de Egipto cuando se entregó idolátricamente a un dios extraño. “Perdido y extraviado” estaba Saulo cuando siendo un judío celoso de la ley perseguía a muerte a los cristianos, y en ellos a Jesús. Perdidos estaban los dos hijos de la Parábola cuando el más joven abandonó la casa y se fue a experimentar otro mundo, y el mayor se negó a entrar en la sala de fiesta.
Es interesante la perspectiva que Jesús adopta: no habla de “pecado”, sino de “pérdida”, de “extravío”. Perdida está aquella persona que desconoce dónde se encuentra exactamente, que ha equivocado el camino y no sabe ya adónde dirigirse. Pero Jesús también reconoce que cuando alguien se pierde, Dios mismo es el perdedor… y por eso ¡reacciona!
Pueblo “perdido” en la idolatría
Nos dice la primera lectura (Éxodo 32) que el pueblo liberado de Egipto, impaciente ante la aparente ausencia de Dios, no aguantó el aparente abandono y consintió que Aarón le hiciera un dios a su medida, como los dioses-ídolos de los pueblos vecinos.
Moisés, el gran amigo de Dios, baja del monte de la Alianza y se topa con un pueblo “perdido”, que adora un becerro de oro. Siente en sí mismo los celos de Dios, cuando Dios le dice: “Déjame que encienda mi ira contra ellos y los aniquile”. Siente también en sí mismo la Fidelidad de Dios que se acuerda de la promesa de amor eterno que le hizo a Abraham, a Isaac, a Jacob. Dios vuelve en sí, se retracta y renueva su amor. Siente en sí mismo la fidelidad eterna de Dios que “se arrepiente de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”.
Pensemos un momento en lo que significa para cada uno de nosotros que “Dios se arrepiente por el inmenso amor que nos tiene”, cuando nos perdemos y adoramos a otros dioses.
Saulo, el perdido y recuperado
Debía ser un hombre recto, coherente, fiel a la Alianza… pero estaba “perdido”… porque se había abierto un “nuevo camino” y sin embargo, se empeñaba en continuar por el “viejo camino” que ya no llevaba a ninguna parte. En su viejo camino Saulo era blasfemo, violento, ignorante, perseguidor de la Iglesia. En su extravío Jesús le salió al encuentro, y lo eligió para conducir al buen camino a todos los extraviados. El mérito no fue de Saulo, sino de Aquel que se le apareció y lo eligió y lo nombró Pablo. “Yo soy el camino”
Esa experiencia personal le llevó a ser el predicador del Evangelio de la Gracia, de la Misericordia de Dios hacia los extraviados. Su contenido es fantástico: Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y no para condenarlos. Jesús es misericordioso, generoso, da vida, vida eterna.
¡Así es Dios! ¡Su misericordia es grande y fiel hasta el extremo!
¡Estaba perdido y lo hemos encontrado! El hijo pródigo, ¿y el hijo mayor?
¿No es la parábola del Hijo pródigo la parábola de los perdidos? Jesús nos presenta al padre como el gran perdedor: pierde al hijo menor, pero también se siente dolido ante la pérdida -por envidia- del hijo mayor.
La parábola no habla de algo que ya sucedió. Nos plantea algo que está hoy sucediendo: Dios-Padre contempla lo extraviados y perdidos que estamos muchos de sus hijos e hijas: unos porque son “los alejados”, otros porque aun estando “en casa” tienen su corazón “lejos”.
Nos perdemos cuando nos olvidamos optamos por romper moldes, esquemas, por “ir a nuestro aire”. Perdidos, la vida se nos vuelve inaguantable. Recapacitamos y sentimos de nuevo la seducción de la casa, aunque lleguemos a ella “sin méritos”. Jesús nos dice, que el Padre nos espera y que se abalanzará hacia nosotros para abrazarnos. Más que Padre parece Madre.
Nos perdemos también cuando no arriesgamos: nos quedamos en casa; Decía Charles Péguy que “lo peor no es tener un alma perversa, sino un alma acostumbrada”. Somos “el hijo mayor” cuando aparentemente cumplimos con todo, pero nuestro camino ya no nos lleva al Padre, sino que nos paraliza e incluso nos orienta hacia otra dirección: los amigos, que de alguna manera lo sustituyen.
Hemos hablado mucho en la Iglesia del “pecado”. Jesús nos habla más de la “perdición”, del “extravío”. Pecar es “perderse”, iniciar un camino hacia la pérdida total que es infierno. Pecar no es merecer un castigo, es ya en sí mismo un castigo que nos infligimos a nosotros mismos: optar por ir perdiéndonos y perdiéndolo todo. Es convertirse en “oveja perdida”, en “dracma perdida”.
Menos más que nuestro Dios providente sale en busca de la oveja, de la dracma, del hijo perdido -aunque tenga que abandonar todo lo demás-. Así nos lo dijo Jesús: “Ésta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día”(Juan 6,39); y también lo repite Pedro en su segunda carta: “No tarda el Señor en cumplir su promesa, como algunos piensan; más bien tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan” (2 Ped 3,9).
José Cristo Rey García Paredes, cmf