DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO C

LA OTRA PERSPECTIVA: ¡NO EL PECAR… SINO EL PERDERSE!

En lugar de emplear la terminología del “pecado”, las lecturas de este domingo XXIV nos hablan de “perdidos”, “perdición”, “extravío”.  Y nos presentan tres ejemplos: “Perdido y extraviado” estuvo el pueblo liberado de Egipto cuando se entregó idolátricamente a un dios extraño. “Perdido y extraviado” estaba Saulo cuando siendo un judío celoso de la ley perseguía a muerte a los cristianos, y en ellos a Jesús. Perdidos estaban los dos hijos de la Parábola cuando el más joven abandonó la casa y se fue a experimentar otro mundo, y el mayor se negó a entrar en la sala de fiesta.

Es interesante la perspectiva que Jesús adopta: no habla de “pecado”, sino de “pérdida”, de “extravío”. Perdida está aquella persona que desconoce dónde se encuentra exactamente, que ha equivocado el camino y no sabe ya adónde dirigirse. Pero Jesús también reconoce que cuando alguien se pierde, Dios mismo es el perdedor… y por eso ¡reacciona!

 

Pueblo “perdido” en la idolatría

Nos dice la primera lectura (Éxodo 32) que el pueblo liberado de Egipto, impaciente ante la aparente ausencia de Dios, no aguantó el aparente abandono y consintió que Aarón le hiciera un dios a su medida, como los dioses-ídolos de los pueblos vecinos. 

Moisés, el gran amigo de Dios, baja del monte de la Alianza y se topa con un pueblo “perdido”, que adora un becerro de oro. Siente en sí mismo los celos de Dios, cuando Dios le dice: “Déjame que encienda mi ira contra ellos y los aniquile”. Siente también en sí mismo la Fidelidad de Dios que se acuerda de la promesa de amor eterno que le hizo a Abraham, a Isaac, a Jacob. Dios vuelve en sí, se retracta y renueva su amor. Siente en sí mismo la fidelidad eterna de Dios que “se arrepiente de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”.

Pensemos un momento en lo que significa para cada uno de nosotros que “Dios se arrepiente por el inmenso amor que nos tiene”, cuando nos perdemos y adoramos a otros dioses.

Saulo, el perdido y recuperado

Debía ser un hombre recto, coherente, fiel a la Alianza… pero estaba “perdido”… porque se había abierto un “nuevo camino” y sin embargo, se empeñaba en continuar por el “viejo camino” que ya no llevaba a ninguna parte. En su viejo camino Saulo era blasfemo, violento, ignorante, perseguidor de la Iglesia. En su extravío Jesús le salió al encuentro, y lo eligió para conducir al buen camino a todos los extraviados. El mérito no fue de Saulo, sino de Aquel que se le apareció y lo eligió y lo nombró Pablo. “Yo soy el camino” 

Esa experiencia personal le llevó a ser el predicador del Evangelio de la Gracia, de la Misericordia de Dios hacia los extraviados. Su contenido es fantástico: Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y no para condenarlos. Jesús es misericordioso, generoso, da vida, vida eterna.

¡Así es Dios! ¡Su misericordia es grande y fiel hasta el extremo!

¡Estaba perdido y lo hemos encontrado! El hijo pródigo, ¿y el hijo mayor?

¿No es la parábola del Hijo pródigo la parábola de los perdidos? Jesús nos presenta al padre como el gran perdedor: pierde al hijo menor, pero también se siente dolido ante la pérdida -por envidia- del hijo mayor.

La parábola no habla de algo que ya sucedió. Nos plantea algo que está hoy sucediendo: Dios-Padre contempla lo extraviados y perdidos que estamos muchos de sus hijos e hijas: unos porque son “los alejados”, otros porque aun estando “en casa” tienen su corazón “lejos”. 

Nos perdemos cuando nos olvidamos optamos por romper moldes, esquemas, por “ir a nuestro aire”. Perdidos, la vida se nos vuelve inaguantable. Recapacitamos y sentimos de nuevo la seducción de la casa, aunque lleguemos a ella “sin méritos”. Jesús nos dice, que el Padre nos espera y que se abalanzará hacia nosotros para abrazarnos. Más que Padre parece Madre. 

Nos perdemos también cuando no arriesgamos: nos quedamos en casa; Decía Charles Péguy que “lo peor no es tener un alma perversa, sino un alma acostumbrada”. Somos “el hijo mayor” cuando aparentemente cumplimos con todo, pero nuestro camino ya no nos lleva al Padre, sino que nos paraliza e incluso nos orienta hacia otra dirección: los amigos, que de alguna manera lo sustituyen.

Hemos hablado mucho en la Iglesia del “pecado”. Jesús nos habla más de la “perdición”, del “extravío”. Pecar es “perderse”, iniciar un camino hacia la pérdida total que es infierno. Pecar no es merecer un castigo, es ya en sí mismo un castigo que nos infligimos a nosotros mismos: optar por ir perdiéndonos y perdiéndolo todo. Es convertirse en “oveja perdida”, en “dracma perdida”.

Menos más que nuestro Dios providente sale en busca de la oveja, de la dracma, del hijo perdido -aunque tenga que abandonar todo lo demás-. Así nos lo dijo Jesús: “Ésta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día”(Juan 6,39); y también lo repite Pedro en su segunda carta: “No tarda el Señor en cumplir su promesa, como algunos piensan; más bien tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan” (2 Ped 3,9).

José Cristo Rey García Paredes, cmf

Para meditar:
SE MARCHÓ, SE MARCHÓ (Palazón)

Domingo 22 T. Ordinario Ciclo C (28 agosto ’22)

CON HUMILDAD Y DESINTERÉS


 

            Las lecturas de este domingo nos presentan dos actitudes que parecen haber desaparecido de nuestros diccionarios, y que nos harían mejores personas, y más parecido al Hijo de Dios, a quien hemos aceptado como maestro de vida: humildad y desinterés.

  ♠ La primera lectura del libro del Eclesiástico/Sirácida comenzaba así: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad”. Esta palabra «humildad» suele asociarse con una persona apocada, encogida, alguien «modosito» que nunca se opone a nada ni a nadie, que se conforma fácilmente y lo aguanta todo, como si tal cosa.  
          En tiempos recientes y en ciertas espiritualidades con escaso apoyo bíblico, se ha malinterpretado la humildad como humillación,“resignación”, con aguantarlo todo y tragárselo todo, con callarse sin rechistar cuando a uno le pisan, con rebajarse… Así, ciertos malos directores espirituales han fomentado personas pasivas, sometidas, dóciles marionetas, despersonalizadas… en lugar de personas maduras, libres, responsables y con dignidad. El caso es que en nuestra cultura no está bien vista, no es una virtud que se aprecie o despierte admiración.

  ♠  La humildad es una virtud exclusiva del cristianismo. No se encuentra en otras religiones. Ni siquiera lo que encontramos en el Antiguo Testamento, coincide con el modo en que la vive y explica Jesucristo. Cuando él proclama en el Sermón de la Montaña «dichosos a los humildes», o cuando dice de sí mismo “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, de ninguna manera nos está invitando a la resignación, o a callarnos o a consentir pasivamente con todo lo que pase delante de nuestros ojos, o lo que nos puedan hacer a nosotros mismos, ni a dejarnos pisotear ni humillar, perdiendo nuestra dignidad y derechos… porque él no fue ni actuó así, ni propuso semejantes cosas a nadie.

– La humildad es lo contrario del orgullo, de atreverse a mirar a los demás por encima del hombro; es lo contrario de la arrogancia, la autosuficiencia, o servirnos de los demás para ventaja nuestra. 
– Humildad es una forma concreta de ponerse delante de Dios y de los hombres, como aquel publicano de la parábola que oraba en la parte de atrás del templo, y cuya oración fue escuchada por Dios, reconociendo nuestra verdad.
– Humilde es el que sabe ponerse a la altura del otro, y cuando hace falta, aún más abajo, como Jesús cuando se echó al suelo para lavar los pies a sus discípulos. El Maestro, el Hijo de Dios, se rebajó -como dice San Pablo- para ponerse al nivel de los que estaban más abajo, solidarizándose con ellos.
– Humilde es el que se acepta como es, sin darse importancia, pero reconociendo sus valores y talentos. Es decir, no podemos llamar «humilde» al que dice de sí mismo: «yo no puedo, yo valgo menos que los demás, yo no merezco, lo que he hecho no tiene importancia»…. No es «humilde» el que cree que los demás son siempre mejores que yo, tienen más cualidades y recursos que yo. No es humilde el que se valora poco, y cree que cualquiera lo haría mucho mejor, que no merece reconocimiento o aplausos por sus logros. Esto más que humildad sería «falta de autoestima» y no le vendría mal la ayuda de algún especialista.
– Humilde es el que está siempre dispuesto a aprender de los demás, porque de todos se puede siempre aprender algo. El humilde no se encierra en sí mismo, y se atreve a pedir ayuda, no pretende resolver él solito todos sus problemas; el que procura consultar a los demás antes de tomar sus decisiones.

          ♠ Seguramente si te preguntara si «eres humilde», e incluso si ser humilde te parece una virtud que hay que fomentar…, te resultaría difícil responder:

– ¿No te has sentido a veces mejor que los demás, tratándolos con cierto desprecio? ¿No has mirado a nadie por encima del hombro?
– ¿Crees que nadie te va a enseñar nada, que tienes tus ideas muy claras y casi siempre tienes la razón?  También se puede preguntar así: ¿De quiénes aprendes, quiénes te enseñan cosas cada día, y las acoges con agradecimiento? ¿Qué es lo último que has aprendido, de alguien? ¿De quién?
– ¿Te gusta darte importancia, te haces el centro de las conversaciones, procuras que todos se enteren de tus éxitos? ¿Eres capaz de ponerte en la piel del otro?

♠  Pero hay que vigilar también el otro extremo. A algunos les falta justamente lo contrario: quererse un poco, valorarse, reconocer sus valores y cualidades, con gozo, con espíritu de servicio, con valentía para asumir responsabilidades y tomar decisiones, estar a gusto con mi forma de ser, aunque siempre sea mejorable. Aquella famosa definición de Santa Teresa de Jesús: «humildad es andar en verdad». Y mi verdad es que tengo muchos dones y talentos, porque todos somos hijos de Dios, y a todos nos ha hecho bien, valiosos, únicos. La humildad bíblica implica valorarse a sí mismo y valorar en su justo término a los demás, y así ni lo inferior de uno mismo abruma, ni nos molesta lo superior que vemos en los otros (en tantas cosas los otros son mejores que yo, bueno ¿y qué?).
La humildad de Jesús y la que nos propone le llevó a complicarse la vida por los demás, a defender a los humillados, a ponerse de su parte, a su «altura» (o quizás bajura).

Lo cierto es por todas partes nos invitan a ser el primero, el más guapo, el más elegante, el más famoso, el que más sale en los medios, el que saca el primer puesto, el que gana las oposiciones, el que más dinero gana, el que tiene el mejor piso, el que es «amigo de» y «conoce a» y… Pero no consta que todo eso nos haga más felices: a menudo nos hace esclavos y obsesionados de la opinión de los demás, y no pocas veces frustrados cuando no lo conseguimos.

♠ Un segundo aviso o invitación contra-corriente es: El desinterés. ¡Cuántos nos cuesta hacer las cosas desinteresadamente! Casi siempre esperamos respuesta, que nos correspondan de alguna manera, que nos lo paguen; y con demasiada frecuencia buscamos nuestro interés por encima del de los demás. Incluso a veces hacemos el bien para «sentirnos bien», y no por convencimiento o responsabilidad.

Pues ahí tenemos el estilo diferente de Jesús: «No invites a tus amigos y parientes y amigos ricos, porque te corresponderán y quedarás pagado».  Es decir: Invierte a fondo perdido; regala y regálate…porque así es y actúa tu Padre Dios y desea que te parezcas a él.  Hazlo así porque es urgente que cambiemos este mundo de intereses, en el que se hacen las cosas para sacar algo a cambio.

♠  Jesús nos invita y recomienda lo que él mismo hizo y hará: «Cuando des un banquete invita a los pobres, a los ciegos, a los que no pueden, ni tienen, ni valen». Sentarles en mi mesa sería sinónimo de hacerles un hueco digno en mi vida: no es un simple asunto «gastronómico», no es sólo darles de comer, sino que coman conmigo. Se trataría de acoger, interesarnos, atender, darles nuestro tiempo y cercanía… 
           La Eucaristía siempre se ha considerado el «banquete del Señor», la Cena festiva de los hermanos. Una mesa en la que nunca tenemos derechos ni méritos suficientes como para sentarnos a ella. Como dice esa oración antes de comulgar: «no soy digno de que entres en mi casa». Pero sin merecerlo, sin tener derecho a estar en esta mesa, siendo un pecador… el Señor continuamente me invita…. para que hagamos nosotros lo mismo. Hacer de nuestra vida, de nuestras relaciones, de nuestro corazón una mesa universal abierta a todos… y especialmente a los que menos se lo merecerían. Porque lo de «merecer»… es algo que Dios ha quitado de su diccionario…. y del nuestro. 

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
Imágenes inferiores de Pep Montserrat e Ixcis

Domingo 21 T Ordinario Ciclo C (21 Agosto)

EL PELIGRO DE CONFIARSE


 

“¿Qué significa esta «puerta estrecha»? ¿Por qué muchos no logran entrar por ella? ¿Acaso se trata de un paso reservado sólo a algunos elegidos? Si se observa bien, este modo de razonar de los interlocutores de Jesús es siempre actual: nos acecha continuamente la tentación de interpretar la práctica religiosa como fuente de privilegios o seguridades. En realidad, el mensaje de Cristo va precisamente en la dirección opuesta: todos pueden entrar en la vida, pero para todos la puerta es «estrecha». No hay privilegiados. El paso a la vida eterna está abierto para todos, pero es «estrecho» porque es exigente, requiere esfuerzo, abnegación, mortificación del propio egoísmo. (…) La salvación, que Jesús realizó con su muerte y resurrección, es universal”. (Benedicto XVI, 26 de agosto de 2007)

 

Qué bien cuando tenemos confianza en nosotros mismos.

Qué bien cuando sentimos que los demás confían en mí. 
Qué bien cuando puedo contar con amigos con los que hablar de todo, de los que me puedo fiar y apoyar, sin miedo a que me dejen «colgado» o me la jueguen.
Qué bien cuando las relaciones con Dios se basan no en el miedo ni en la imposición ni en la costumbre, sino en la cercanía y la confianza.

Pero la «confianza» tiene sus peligros.
Tendemos a pensar que las cosas malas les pasan siempre a los demás.
Los accidentes de tráfico y trenes, o los contagios les ocurren a otros. A mí no.
Son otros los que pueden perder su trabajo. Eso no me puede pasar a mí.
Los atentados terroristas «pillan a otros», ocurren en otros sitios.
Los matrimonios que se rompen son los de otros. Los hijos que dan problemas son los de otros padres… etc.

          Y esa «confianza» nos puede hacer bajar la guardia, no ser precavidos, no «cuidar» y dejar que la rutina, el descuido o la desgana nos envuelvan y nos hagan perder lo mejor que tenemos: la vida, el amor…

           Esta imprudente confianza estaba haciendo mucho daño en el pueblo judío. Se creían tan seguros de Dios y de sí mismos que se permitían «reservarse» a Dios y sus favores en exclusiva, (Dios sólo salva a su pueblo, que somos nosotros), descartando  a otros que «no se lo merecían» (¡ay los dichosos méritos!). Ellos se preocupaban de sí mismos, de sus obligaciones religiosas, derechos y bienestar, y a menudo ignoraban a todos los demás.

           El profeta Isaías llega para dinamitar esa confianza y esa inercia que a menudo se volvía pasividad, y corregir sus esquemas. Proclama que Dios no es como ellos se han pensado, ni se están relacionando con el resto de los pueblos al gusto de Dios. Que Dios tiene el proyecto de reunir a gentes de todas las razas, naciones y lenguas, incluso de otras creencias y consagrar sacerdotes y profetas de entre ellos.  Es decir: que ellos no tienen ni la exclusiva ni la garantía de nada, y que si alguna consecuencia debiera derivarse de sus convicciones religiosas sería el trabajar por el bien de TODOS LOS PUEBLOS, dejar de hacer exclusiones según sus criterios «religiosos» y «nacionalistas» y tener cuidado, no sea que «se queden fuera» del proyecto y las promesas de Dios.

            Esa crédula «confianza» está detrás de la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Serán pocos los que se salven?». Es una pregunta que hoy apenas se hace nadie. Tan preocupados y ocupados  andamos por vivir el presente, por nuestro bienestar, por los asuntos que nos traen los periódicos y revistas… que  eso de la «salvación» suena a palabra de otros tiempos.

           Por otro lado, muchos están convencidos de la respuesta: ¿Cuántos se salvarán? ¡Pues todos! Todas las religiones son igual de buenas para llegar a Dios. Incluso basta con ser buena persona, aunque uno no practique o crea en nada, para salvarse. El infierno, en el caso de que exista, debe estar vacío. Y tienen tanta «confianza» con Dios, con su bondad y su misericordia, que van dejando que la rutina, la dejadez y la mediocridad vayan envolviendo su fe y su estilo de vida, de manera que apenas se distinguen de los no creyentes o de los pertenecientes a otras religiones. 
        Aunque tal vez, con otro lenguaje, la preocupación por la salvación forma parte de la esencia del hombre. Hoy -al menos algunos que encuentran tiempo para pensar- se preguntan: ¿Cómo hacer que mi vida merezca la pena? ¿Qué necesito para ser plenamente feliz? ¿Dónde está la puerta de la felicidad y cómo se entra por ella? 

            

           Con respecto al número de los que se salvan Jesús no responde directamente. Pero sí habla del «cómo» de un modo que no nos resulta muy agradable: Habla de «esfuerzo» y de «estrecheces«. Tampoco nos resulta agradable -2ª lectura- que Dios nos corrija. No nos gustan esas palabras del Evangelio: «No os conozco, no sé quienes sois, alejaos de mí», a pesar de que hayamos comido en su mesa, hayamos oído mil predicaciones, nos conozcamos las doctrinas y orientaciones de la santa madre Iglesia, e incluso tengamos algún compromiso con alguien, o en alguna institución humanitaria…

              Jesús nos dice que el camino de la salvación, o de la felicidad, o de la vida que merezca la pena tiene que ver con el esfuerzo, el sacrificio y las dificultades. No nos aclara si serán pocos, aunque en otro lugar afirma que «son muchos los invitados, pero pocos los elegidos» (Mt 22, 14). Pero sí que nos invita a mirarnos a nosotros mismos y a preguntarnos: ¿Cómo está de fresca, de viva, de activa nuestra fe, nuestra experiencia de Dios? Es verdad que el camino de la oración, del estudio de las Escrituras, el camino de la justicia, del perdón, de la acogida al que no es de los nuestros… tiene muchas dificultades. Pero justamente esa es la puerta estrecha  por la que tengo que atravesar. O dicho con otras palabras de Jesús:«Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos» (Jn 10, 10). 

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 

Domingo 20 T. Ordinario Ciclo c (14 Agosto ’22)

¡OJALÁ ESTUVIERA YA ARDIENDO!


 

         

      La segunda lectura de hoy comenzaba así: Hermanos, una nube ingente de espectadores nos rodea. Se refiere a los grandes personajes del AT de los que ha venido hablando en capítulos anteriores.  A ellos nosotros podríamos añadir otra lista, seguramente más larga, de testigos y santos que se han jugado el pellejo por ser fieles al Señor. En su gran mayoría fueron personajes incómodos para su tiempo, por su estilo de vida y por los valores que intentaban vivir con radicalidad: el puro Evangelio. No pocas veces encontraron oposición y rechazo dentro de la propia Iglesia.  

            Todos esos espectadores están contemplándonos, como preguntándonos: «¿Y vosotros qué?¿estáis corriendo la carrera que os toca? ¿tenéis puestos los ojos fijos en Jesús o en otras cosas?».  Porque al mirarle se hace evidente que soportó la cruz y el desprecio, y la oposición de los pecadores. Porque el Reino que él anunciaba y al que dio comienzo… provocó y provoca el rechazo de muchos. 

          El Jesús que nos encontramos en el Evangelio de hoy es muy poco «dulce», bastante intranquilizador y que plantea las cosas claras: ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz?  No, sino división. Y también: He venido a prender fuego en el mundo.  Es decir: Que seguir a Jesús no es cómodo, no es tranquilo, no estamos exentos de desprecios y rechazos, como tampoco lo estuvo él. Por ejemplo: Hay que estar dispuesto a beber el mismo cáliz que él bebió; hay que negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguirle cada día. Por eso son muy relevantes las palabras de la carta a los Hebreos: Quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata.

             Y es que hoy, los cristianos necesitamos bastantes dosis de aguijón, salir de nuestra mediocridad.  No basta con ser buenas personas o no hacer cosas mal vistas; no es suficiente con ir a misa los domingos y rezar un poco de vez en cuando o hacer alguna obra de caridad.  Tenemos que convertirnos en profetas, al estilo de Jeremías, y hacer oír nuestra voz:

          – Hacen falta cristianos que se tomen en serio el mundo de la política, donde nos jugamos tantas cosas, y nos muestren lo que es la ética, honestidad y la vocación de trabajar generosamente por los demás.

– Hace falta que los cristianos se impliquen mucho más en la educación de los niños y jóvenes: los planes de estudios, las materias a las que se da prioridad y a las que no, los sistemas de evaluación…

– Es necesario que se oiga mucho más la voz de los cristianos en el mundo del trabajo y de los sindicatos y de los medios de comunicación.

– Es urgente que los cristianos unamos nuestras voces y acciones en la defensa de la vida en todas sus dimensiones y de la ecología

– El mundo de hoy necesita testigos del amor, cristianos que vivan muy en serio el sacramento del matrimonio y demuestren que, con ayuda de Dios, se puede ser fiel y feliz

– Hace falta poner freno a este consumo desenfrenado que se hace a costa de los países más pobres y de la gente más pobre, y en el que la riqueza esté en muy pocas manos

– Los cristianos tenemos mucho que enseñar sobre lo que significa la tolerancia, ya que sabemos que todos los hombres somos hermanos, por encima de razas, religiones, sexo y opciones personales.

– Es necesario que los cristianos demos ejemplo de cómo se puede querer y cuidar a nuestros mayores, a los enfermos, y a los marginados de todo tipo. Que se nos vea participar en voluntariados y acciones solidarias. 

– Necesitamos que los que nos llamamos cristianos, no nos avergoncemos de serlo y expresarlo, que no nos lo guardemos para dentro, y que construyamos una Iglesia y unas comunidades cristianas mucho m´s participativas y bastante menos clericales (sinodalidad)

          Las palabras «ardientes» de Jesús en el Evangelio brotan de un corazón apasionado, que desea grandes cambios, que quiere purificar (destruir) con el fuego del Espíritu todo lo que no es de Dios, todo lo que impide el avance del Reino, todo lo que no es proyecto de Dios. Y ese corazón apasionado... le llevará hasta la Pasión (su bautismo de fuego).

          Este mundo necesita un vuelco. Necesita discípulos de Jesús más comprometidos y renovadores. Mientras haya tanto sufrimiento, tanta injusticia, tanto «antirreino», no podemos vivir conformados, amodorrados, en el «limbo». ¡Ay si hablan bien de vosotros!, decía Jesús. Pues no: tendremos que plantar cara a quien sea, incluso dentro de la propia familia, entre los amigos, y hasta dentro de la propia Iglesia, porque hay muchas opciones y estilos de vida, y opiniones y criterios… incompatibles con el Evangelio.

       Termino con estas palabras de Hebreos: «No os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». Contra el pecado del mundo, y el pecado de «conformarnos» y dejarlo todo como está. Corramos, con constancia, en la carrera que nos toca.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen superior José María Morillo

Domingo 15 T. Ordinario Ciclo C (10 julio ’22)

MIRAR, ACERCARSE Y CARGAR


 

La mirada compasiva

          Jesús nos presenta en la parábola tres miradas diferentes en cada uno de los tres personajes que pasan por el camino. Dos de ellos parecen tener algún problema de visión, porque ambos «dan un rodeo». Ven y dan un rodeo. Están al tanto de lo que ocurre, y dan un rodeo. Tienen una mirada «calculadora», han visto por dónde no tienen que ir, y los dos «pasan de largo». 

¿Y qué han visto aquellos dos para decidirse a dar el rodeo? Han visto que aquel que está en la cuneta les puede retrasar de sus obligaciones. Han visto que «vete a saber si realmente está herido, o es una trampa». Han visto que, según las leyes religiosas, si se manchan de sangre o tocan un cadáver, quedarían impuros, y tan satisfechos que vienen del Templo, de encontrarse allí con su «Dios santo»: es decir, que su culto, su oración ritualmente realizada, su experiencia de Dios… no le has dejado ver allí a un prójimo, incluso se lo han impedido, ha visto a alguien ante quien mejor dar un rodeo. Han visto que «ese» no era su problema.

                Sólo la tercera mirada, la de un samaritano, mira al herido con compasión. Es lo primero. La compasión no brota de cumplir los ritos, mandamientos y leyes. La compasión no brota de hacer una reflexión o un análisis de la realidad. La compasión o misericordia se despierta en nosotros por medio de una mirada atenta y responsable al que sufre, que le hace «acercarse», por más que pueda implicar algunos aunque inconvenientes. Las distancias, mirar desde lejos, mirar con prejuicios (incluidos los religiosos) son un buen «antídoto» contra la «humanidad». Nos hace inhumanos.

           Los evangelios han conservado el recuerdo de la mirada compasiva de Jesús. Al entrar en Naím, se encuentra con una viuda que lleva a enterrar a su hijo único. Y «el Señor, la vio, se conmovió y le dijo: No llores» (Lucas 7,13). Así es Jesús. No puede ver a nadie llorando sin intervenir. Los evangelios también recuerdan la mirada compasiva de Jesús a las gentes: «Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos».

                 El discípulo de Jesús, y yo diría incluso, lo que hace que actuemos como seres humanos (aunque uno no sea creyente) es el no cerrar los ojos ante el sufrimiento de las personas, es aprender a acercarse y mirar de cerca el rostro de los que sufren como Jesús: con ojos compasivos. Esta mirada nos libera del egoísmo que bloquea nuestra compasión, y de la indiferencia. Aquellos dos primeros caminantes lo miraban todo desde sí mismos, desde su conveniencia, desde sus ideas, incluso desde su «deformada» manera de entender la religión.

¿Quién está necesitado de mí?

            El escriba había preguntado a Jesús: «¿Quién es mi prójimo?». Al final de la parábola, Jesús pregunta al escriba: «¿Quién de los tres viajeros se ha hecho prójimo del herido?». La pregunta que hemos de hacernos no es: «¿quién es mi prójimo?», ¿hasta dónde llegan mis obligaciones? Era éste un encendido debate en tiempos de Jesús. Pues sí, hay que amar al prójimo (eso decía la Escritura), pero no se puede llamar «prójimo» a cualquiera. Muchos defendían que el mandamiento sólo era aplicable para otros judíos, o, en el mejor de los casos, personas que llevaran mucho tiempo viviendo e integradas con ellos. Para que se me entienda con claridad: como cuando hoy se dice: si son europeos… si tienen los papeles en regla, si no tienen delitos, si no son pobres, si… entonces les ayudaremos, les acogemos… Eso se debe llamar a las claras «mirada miope», mirada egoísta, mirada «parcial».

                    En cambio, quien mira a las personas con compasión se pregunta más bien: ¿quién está necesitado de que yo me acerque y me haga su prójimo? ¿Qué necesita ese «cualquiera» que anda tirado y abandonado de todos? El discípulo de Jesús que conoce la compasión de Dios para con todos (y me parece a mí que cualquier ser humano) se acerca a todo el que sufre, cualquiera que sea su raza, su origen o su ideología. No se pregunta «a quién debo amar» o «ayudar», sino quién me necesita cerca. Esta pregunta marca su actuación, su implicación ante el sufrimiento que va encontrando en su camino.

El compromiso de los gestos

                Este samaritano, considerado un hereje por los judíos, sencillamente, responde a la necesidad de un herido, inventando toda clase de gestos para aliviar su sufrimiento y restaurar su vida.
Nunca haremos lo suficiente ante tanto dolor como hay en nuestro mundo. Pero lo decisivo es romper la indiferencia y vivir sembrando gestos de bondad, y promoviendo respuestas eficaces.  
                Así fue Jesús, el profeta de la compasión, que “pasó su vida entera haciendo el bien” (Hch 10,38).  No tenía poder político ni de otro tipo para resolver las injusticias que se cometían en Galilea, pero vivió sembrando gestos de bondad, para que empezara a cambiar aquella sociedad: Abrazaba a los niños de la calle porque no quería que los seres más frágiles de su tierra vivieran como huérfanos; bendecía a los enfermos para que no se sintieran rechazados por Dios, al no ser «dignos» de recibir la bendición de los sacerdotes en el templo; toca la piel a los leprosos para que nadie los excluya de la convivencia; cura rompiendo el sábado para que todos sepan que ni la ley más sagrada está por encima de la atención a los que sufren; acoge a los indeseables y come con pecadores despreciados por todos porque, a la hora de practicar la compasión, el malo y el indigno tienen tanto derecho como el bueno y el piadoso a ser acogidos con misericordia. No importa que, con frecuencia, sean gestos pequeños. El Padre tiene en cuenta hasta el vaso de agua que damos a quien tiene sed. Son gestos orientados a afirmar la vida y la dignidad de los seres humanos. Nos recuerdan que siempre es posible actuar, sacando bien del mal que existe en el mundo.

Vete y haz tú lo mismo

          Jesús concluye la parábola del buen samaritano con esta pregunta: “¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los saboteadores?”. El escriba le responde: “El que tuvo compasión de él”. Jesús le dice: “Vete y haz tú lo mismo”

Ahora sabemos lo que hemos de hacer: 

+ Mirar el sufrimiento sin dar rodeos, abrir los ojos atentamente a tantos hombres y mujeres asaltados, robados, golpeados, abandonados en los mil caminos de la vida. 
+ Acercarnos a las cunetas de la vida, no importa quiénes son los que están allí caídos
+ Hacerse cargo, levantarles, y hacer lo que podamos para aliviar y ayudar a restaurar las vidas tronchadas

Lo más peligroso: que como el escriba que pregunta, lo sepamos perfectamente, y no miremos, ni «vayamos» ni «hagamos».

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf. 
Imagen superior de Aimé-Nicolas Morot.

Domingo 14 T. Ordinario ciclo C (3 julio ’22)

EL SEÑOR NECESITA ENVIARNOS


 

                   Durante muchos siglos, la tarea evangelizadora, la acción misionera, la responsabilidad en las comunidades cristianas ha estado casi totalmente en manos de los que llamamos «pastores», del clero. O si acaso de algún laico bajo la supervisión total de algún ministro ordenado. Conocemos algunas pocas pero notables excepciones, generalmente en «tierra de misión». Así, la palabra «vocación» todavía es sinónimo -en la cabeza de muchos- de «vocación sacerdotal o religiosa». 

                    La mentalidad de que la «misión» es cosa de todos los bautizados yo no sé decir en qué momento se perdió, porque en las primeras comunidades cristianas era algo inseparable del bautismo: ser anunciadores del Evangelio de Jesús. El Vaticano II, el Papa Pablo VI y otros han querido recuperar esta dimensión esencial de la Iglesia. Todo bautizado tiene un encargo, una tarea, una misión de Jesucristo. Y misión supone «ir», «salir de» para «llegar a», moverse, cambiar de sitio. Si mi ser cristiano, si mi relación personal y espiritual con el Señor, no me «descentra» y me lanza a los otros… es que es muy imperfecta o inmadura.

El Papa Benedicto XVI, por ejemplo, hablando a la Iglesia Latinoamericana, dijo:

“La Iglesia tiene la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del Pueblo de Dios, y recordar también a los fieles que, en virtud de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo. Esto conlleva seguirlo, vivir en intimidad con Él, imitar su ejemplo y dar testimonio. Todo bautizado recibe de Cristo, como los Apóstoles, el mandato de la misión: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación.

Þ Por lo tanto, una primera llamada de hoy sería plantearnos la implicación, el compromiso, la responsabilidad de todos los que formamos cada comunidad cristiana en el anuncio del Evangelio.

Þ Pero la invitación y envío de Jesús afecta primeramente a la Gran Iglesia Universal y a cada pequeña comunidad cristiana. La comunidad parroquial, o cualquier comunidad cristiana debe ofrecer a los fieles el alimento de la fe e ir en busca de los alejados y extraños, realizando así la misión. Ninguna comunidad cristiana es fiel a su cometido si no es misionera: o es comunidad misionera o no es ni siquiera comunidad cristiana, pues se trata de dos dimensiones de la misma realidad, tal como es definida por el bautismo y los otros sacramentos.  Este empeño misionero de cada comunidad reviste la máxima urgencia hoy que la misión, entendida como primer anuncio del Evangelio a los no-cristianos, pero también aplicable a las comunidades cristianas de antigua evangelización, y se presenta cada vez más como «misión entre nosotros». (Domund 1991)

Þ ¿Y cómo responder cada uno a esta llamada? Este envío misionero no se entiende como una invitación a ponerse a hablar de Jesucristo en cualquier sitio, como «mosqueteros defensores» de lo cristiano ante la gente que se mete con nosotros. Ni a ir por las casas «armados» con una Biblia y un crucifijo, a ver si convencemos a alguien con nuestros discursos y argumentos. Ni a publicar creativos (pocas veces) folletos de propaganda, o abrir blogs, o repartir estampas o catecismos o libros, o servirnos de las nuevas tecnologías para darnos a conocer, organizar campañas, etc etc. Puede que sea necesario, no lo sé. Y desconozco su eficacia.

Þ La misión que Jesús encomienda a sus 72 enviados en primer lugar  es que «desbrocen» el camino, que preparen al personal para que Él puede llegar en el momento que sea. Por una parte, se trata de evitar el protagonismo, que se confunda al mensajero con el mensaje: es Cristo de quien hay que hablar. No de uno mismo, ni del propio grupo, ni siquiera de la Iglesia. Y por otra, se trata de «acciones» que hoy llamaríamos tareas de «humanización» (porque el Reino de Jesús va de esto): 

+ en primer lugar ser «portadores de paz», de la paz de Jesús, de la Paz de Dios… El discípulo misionero conoce cuánta paz falta en la convivencia humana, cuánta paz falta en muchísimos corazones, cuánta agresividad hay en nuestro lenguaje y actitudes. Reconciliar, tender puentes, huir de radicalismos y fanatismos.

+ en segundo lugar curar enfermos. ¡Hay tantas heridas y enfermedades físicas y espirituales que necesitan atención, acompañamiento y sanación! No es necesario que tengamos poderes para hacer milagros, pero sí el milagro de ser signos de que el Dios del que somos testigos es un Dios de la salud, del bienestar, interesado por el dolor de las personas.

+ en tercer lugar compartir la mesa. Comer y beber lo que tengan, es lo mismo que compartir la vida cotidiana, colaborar para que crezca la cercanía, el diálogo, la ayuda mutua, la comunión interpersonal, el saber estar todos a la misma altura (en la mesa todos son comensales con la misma dignidad, o servidores de la mesa, no hay más diferencias)… y conformarse con lo mucho o lo poco que puedan ofrecernos. No vamos buscando dinero.

Þ Es significativo que lo primero que han de hacer los enviados es «orar» al dueño de la mies (que es Jesucristo). No se apunta uno a esta tarea porque le apetece, le atrae o se le da bien. La iniciativa es de Dios que ha querido contar conmigo, para que vaya «en su nombre» y hable de él y no de mí mismo o de lo que a mí se me ocurra, o de mis «personales teologías»… Ha de ser al estilo del dueño de la mies, y en su nombre.  Además, al ver que hay tanta mies y al orar al dueño de la mies… esa oración me tiene que cuestionar a mí mismo en primer lugar. Porque parte de la mies… «me toca a mí». No oramos sólo para que vayan otros. Y además oramos con otros, para que crezca el número de los obreros. 

Þ Son enviados «de dos en dos». Las leyes de la época decían que para que un testimonio fuera válido hacían falta al menos dos personas. Es decir: que van enviados como testigos. Pero también es que el mensaje que portan es un mensaje de «comunidad» y de «comunión» y los «apóstoles» por libre no valen para este anuncio. Lo decía el Papa Benedicto: «en la evangelización no hay solistas». Y también: «cuando no hay «comunidad» cristiana que envía, acompaña y acoge… la evangelización es estéril»

                Los recursos necesarios son muy sencillos: «ligeros de equipaje», sencillamente, humildemente. No usaremos los medios habituales de los «lobos» (los poderosos), sino que iremos como «corderos», «como el Cordero Jesús». Los mensajeros (su estilo de vida, su amistad y comunión personal y su testimonio conjunto) son el principal mensaje. Somos TESTIGOS.

Concluyendo:

– EL ENVÍO MISIONERO DE TODOS Y CADA UNO DE LOS BAUTIZADOS
– UNA IGLESIA MISIONERA, EN SALIDA,  Y UNA PARROQUIA MISIONERA Y MÁS COMUNITARIA.
– Y una Iglesia sinodal, que escucha, que es participativa, que a nadie excluye, más comunitaria, más evangelizadora, más atenta a las necesidades de los hombres y mujeres de hoy.

Empecemos ya por el punto primero: Orar al dueño de la mies. ¡A ver qué (me) pasa!

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imágenes de José María Morillo

Domingo 13 T Ordinario Ciclo C (26 junio ’22)

EMPEÑADOS EN NO SALIR DEL SURCO


 

            La primera lectura nos ha presentado a un hombre conduciendo unas yuntas de bueyes, unas detrás de otras. Él sujeta la última. Esta estampa nos resulta insólita hoy en nuestros campos, aunque no en otros rincones del mundo.  Podemos deducir que Eliseo es un labrador bastante rico, pero que su trabajo es duro porque necesita la fuerza de 24 bueyes para conseguir hacer los surcos en el terreno. También podemos suponer que, mientras Eliseo avanza lentamente, irá haciendo sus cálculos sobre la cosecha, planeando, tal vez, comprar una nueva pareja de bueyes. Y, seguramente, soñando cuando pueda tener algunos criados que le hagan el trabajo, sin tener que quemarse al sol ni empaparse con la lluvia.

           Pero ¿quién guía a quién?. ¿Eliseo conduce a los bueyes? ¿O es más bien al revés? Porque en realidad, es el labrador quien tiene que adaptar su paso al de los bueyes, sostener su ritmo y aguantar sus costumbres. En el fondo, quien lleva el yugo a la espalda es él: Los campos, las cosas, los bienes son quienes dominan su vida, le tienen prisionero, ocupando su tiempo, sus energías, sus planes de futuro, y su mismo corazón. Y aunque probablemente nosotros no poseamos bueyes, nos parecemos mucho a él: También nos atan «las cosas», y vamos a rastras de las costumbres, de las ideologías, del modo de pensar (¡o de no pensar!) de nuestro ambiente, de las conveniencias, de nuestros cálculos. Caminamos muy cansinamente, a pesar de tanto ajetreo, sin ímpetu, sin fantasías, con cuidado para no perder terreno, preocupados sobre todo de tener el pajar lleno de heno. Y repetimos gestos, palabras, ideas, fórmulas, normas… sin lanzarnos a tomar decisiones propias, sin riesgos, sin prestar oído a las voces del corazón. En una palabra: no nos atrevemos, o no sabemos o no queremos salir del surco.

Nos puede pasar como a aquel hombre que era llevado por sus amigos para ser enterrado. Cuando el féretro estaba a punto de ser introducido en la tumba, el hombre revivió inesperadamente, y comenzó a golpear el féretro.
Abrieron, y el hombre se incorporó: – ¿Qué estáis haciendo?, dijo a los sorprendidos asistentes? Estoy vivo. No he muerto.
Sus palabras fueron acogidas con asombrado silencio. Al fin, uno de los presentes acertó a hablar:
– Amigo, tanto los médicos como los sacerdotes han certificado que habías muerto. ¿Cómo van a equivocarse los expertos?
Así pues, volvieron a atornillar la tapa del féretro y lo enterraron debidamente. (
Anthony de MELLO, El canto del pájaro).

             Podemos parecernos a éstos de esta absurda historia, porque «los expertos» nos han convencido de que ése es nuestro lugar. Seguimos los criterios y opiniones de los que se dedican a pensar por nosotros y los que nos mandan lo que consideran lo mejor, y nos dictan lo que tenemos que ser, opinar, actuar, votar… Y, como bueyes, nos dejamos poner el yugo de «lo de siempre»: «siempre así ha sido así», «hay que respetar las tradiciones», los experimentos «con gaseosa», es mejor «lo malo conocido que lo bueno por conocer» (¡vaya tela!)… Total: que acabamos dando vueltas interminables dentro del mismo surco. Y ojalá no seamos de los que atornillan la tapa del féretro y lo entierran debidamente. Y es que nos incomoda, nos da miedo, que alguien venga, como a Eliseo, y nos eche por encima ese manto que nos haga descubrir que nuestro lugar, nuestra vocación, nuestras futuro está en otro sitio.

                En cambio Jesucristo, en el Evangelio de hoy, comenzaba «tomando una decisión» para ir a otro sitio: a Jerusalem, porque allí es donde Dios Padre le espera y le quiere. Aunque eso, como sabemos, le trajera muchos riesgos e inconvenientes. Nosotros, sin embargo, somos más bien indecisos: nos planteamos la vida como ése que está a la orilla del mar, pensando si entra o no entra, que mete los pies en el agua, se moja un poco la cara con las manos, se pasea un rato por la orilla, mira «lo grande que es el mar», y lo peligrosas que pueden ser las olas…, y no termina de lanzarse al agua.
              O tal vez sí, nos lanzamos al agua por donde no cubre mucho, quizá con salvavidas, con el socorrista cerca, sin meternos muy adentro, por si acaso. O chapoteamos un poco y, nos salimos enseguida del agua como si ya estuviéramos agotados ¿de nadar?

              Algunos hay que van probando un poco de todo, sueñan y diseñan mil proyectos, puede que empiecen alguno de ellos… pero acaban dejándolos a medias. 

En el Evangelio de hoy encontramos a varios que: «sí, pero espera un poco», «es que antes tengo que…»  Maneras de vivir que no le interesan a Jesús, no son compatibles con su camino. Cuando Jesús llama y ofrece su camino, pide con claridad:

  ♠ Romper con el pasado (deja que los muertos entierren a sus muertos). Los muertos son los que no tienen planes, los que no se mueven, los que se dejan llevar. Y suelen ir acompañados de los que siempre tienen que llorar, quejarse y lamentarse porque «ya nada tiene remedio», porque ¡qué pena!, porque «todo está muy mal», porque «y ahora qué hacemos…», porque «antes las cosas eran mejores»…

  ♠ Lanzarse adelante, hacia la meta, sin andar pendientes de lo que se queda atrás (el que pone la mano en el arado…). Mirar hacia adelante, es tener expectativas, ilusiones, sueños, proyectos que merezcan la pena. No conformarse con lo ya conseguido…  

  ♠ Disponibilidad para vivir en la inseguridad (las zorras tienen madriguera...), para ir donde haga falta, con quien haga falta, en el momento que sea… ¡Que nos salgamos del surco y no permitamos más que los bueyes sean los que nos marquen el camino, el tiempo y el cansancio!

              A su modo nos lo decía hoy San Pablo: «estamos llamados a la libertad». No podemos vivir a golpe de deseos (de lo que me apetece), de satisfacciones inmediatas («vive el presente como puedas y no te comas la cabeza»), de «devorarnos» unos a otros para defender lo nuestro, sin metas, sin sueños.

             Los que prefieren andar arando al remolque de la publicidad, de lo que dicen en las tertulias, de lo que han leído por cualquier sitio, o les ha contado no se quién, (o les ha llegado por WhatsApp); los que encuentran mil excusas y razones muy razonables para no lanzarse al camino con Jesús… ¡NO VALEN PARA EL REINO DE DIOS!.

             Que cada cual elija si prefiere andar entre bueyes, y en los mismos surcos… o prefiere las alas de la libertad de los hijos de Dios, para levantar vuelo y llegar a lo más Alto, donde nos espera Dios. Y eso empieza por responder sin excusas, con decisión y confianza la llamada de Jesús.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

Corpus Christi, Ciclo C (19 Junio ’22)

EN MEMORIA SUYA


 

                La Eucaristía fue el testamento de Jesús: el signo-resumen de su vida, el encargo más importante, la tarea encomendada a sus apóstoles antes de faltar: su «memoria» quedó inseparablemente unida a la mesa compartida.

Uno de los rasgos más peculiares de Jesús era su gusto por compartir la mesa con sus discípulos, y con todo tipo de personas. Especialmente con pecadores. Precisamente una de las primeras definiciones de «discípulo» que encontramos en el NT es «los que comieron con Jesús, antes y después de la Pascua».

La memoria viva de Jesús, el que su obra siga adelante, depende, por tanto, en buena medida, de que nosotros “celebremos bien la Eucaristía”, que hagamos lo mismo que él hizo, en memoria suya.

           Uno de los enfados más serios que encontramos en las cartas de san Pablo es que algunos cristianos se reunían, repitiendo los gestos de Jesús con el Pan y el Vino, pero vaciándolos de su auténtico significado: no eran expresión de entrega mutua, no ayudaban a construir la comunidad, había divisiones y desigualdades entre ellos,  aquellos gestos no iban acompañados de una atención a los más necesitados. Comían la cena juntos, pero no compartían nada entre ellos. Y les dice: «esto que hacéis ya no es celebrar la Cena del Señor» (1Cor 11, 17ss).

Por lo tanto, lo que tenemos que hacer en «memoria suya» no puede reducirse a repetir sus gestos de la última Cena. Porque su petición o encargo es bastante más fuerte: que vivamos como él, que nos entreguemos como él, y que construyamos fraternidad como él.

Propongo algunos puntos, sin pretensión de de ser exhaustivo, que nos podrían ayudar a vivir mejor, con más autenticidad eso que nos ha pedido el Señor.

  ♠ Lo primero es que Jesús realizó ese gesto «antes de ser entregado». Al despedirse de los discípulos, toma un trozo de pan, y dice «esto soy yo, este es mi Cuerpo» y lo pone en manos de cada discípulo. Es decir: literalmente se está poniendo «en sus manos» antes de su muerte, de manera que es responsabilidad de cada uno de los que reciben ese pan el que Jesús siga vivo y actuando en adelante. Igual que Jesús puso su vida en las manos del Padre en la cruz, también se puso en nuestras manos antes de ser entregado. Y cada vez que recibimos el Pan, estamos expresando nuestra disponibilidad para ser presencia viva suya.

  ♠ Por contraste, Jesús cuenta con la fragilidad humana de esos discípulos. A pesar de que no tardaron en dejarle solo, en dormirse al pedirles que le acompañen en su oración del Huerto, a pesar de las negaciones… a todos ofreció su Cuerpo y Sangre. Quiere esto decir que «La Eucaristía no está reservada, como ningún sacramento, para los perfectos; es el alimento reservado para quienes por el Bautismo hemos sido liberados de la esclavitud y hemos llegado a ser hijos de Dios y hemos de crecer en esa filiación y en esa fraternidad que nace de la comunión con Cristo» (Mons. Carlos Osoro).  No es el «premio» a los que consiguen estar limpios de pecado. Por eso nos exhorta: “¡No tengáis miedo! Tomad y comed”(Papa Francisco). No es para creyentes ejemplares…,es más bien la ayuda que Cristo ofrece a los que quisiéramos vivir como hijos de Dios y hermanos unos de otros… y no lo conseguimos con nuestras pobres fuerzas. Es la ayuda para los que están luchando por vencer sus pecados, por enderezar sus caminos… y no lo consiguen por sí mismos. Ya dijo Jesús que no necesitan médico los sanos, sino los enfermos. Y a menudo compartió la mesa con pecadores como Zaqueo. La Eucaristía es la «medicina» que nos ayuda a ir curando nuestras heridas y pecados. Es para quien «quiere» y no «puede». Lo principal es que «quiero vivir y poner en práctica» la voluntad de Dios. Jesús quiere precisamente estar cerca de los discípulos aunque le fallen, y cuando le fallen. «Sin mí no podéis hacer nada». Sin Eucaristía no vencemos la tentación, nos llega menos la fortaleza del Señor.

              Yo entiendo a los que se aburren en Misa, a los que no les dice nada, a los que afirman que “siempre es lo mismo”. Porque han aprendido a «oír misa», a «asistir» a misa, a «estar en misa»,  pero no «entran», no se implican, no «pactan» esa alianza nueva y eterna por la que el amor que Jesús les ofrece se convierte en manantial de amor y de vida para otros que tienen hambre.

 ♠ Tomarse en serio la Eucaristía duele y cuesta... Aquella cena ocurrió «la noche de su pasión, cuando iba a ser entregado». Aquella cena fue un símbolo y adelanto de que iba a ser roto, partido, entregado… Su vida/sangre iba a ser derramada: y si nosotros tenemos que «hacer lo mismo en memoria suya». Comulgar su Cuerpo y Sangre es comulgar su entrega, su romperse, ofrecerse, entregarse, y por tanto algo tiene que morir en nosotros. Algo tiene que ser distinto. Comulgamos para morir nosotros con él y empezar a vivir una vida de resucitados. Que podamos decir con san Pablo:  «Ya no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí«.

  ♠ Comulgamos para que crezca esa Comunidad de discípulos donde nadie llama suyas a sus cosas,  donde se reparte a cada uno según sus necesidades. Donde hay un solo corazón y una sola alma (Hechos de los Ap.)

  ♠  Cada vez que comemos de este pan en memoria suya anunciamos que es posible la entrega, el amor, la misericordia, el perdón en medio de la traición, de la injusticia, de la corrupción política, del fracaso y de la soledad. Como en Getsemaní. Como en el Calvario.

  ♠ Cada vez que comemos de este pan nos hacemos pan, nos dejamos partir y dejamos que el Señor nos reparta a esos hermanos que él mismo elige.

  ♠ Cada vez que compartimos este pan nos enfrentamos con las desigualdades,  por el mal reparto de los bienes del cielo y ofrecemos nuestros humildes cinco panes y dos peces para que nadie pase necesidad. Dadles vosotros de comer.  Porque es para todos ese pan nuestro de cada día  que nos da nuestro Padre común. Anunciad que el mensaje del Reino (un mundo fraterno) es posible. Haced que todos puedan sentarse juntos: sin diferencias, sin barreras, sin que nadie se quede “fuera” de la mesa de la vida, sin que nadie se sienta indigno. Servid a la gente necesitada. Nada de que se vayan a buscar “lo suyo” por ahí como propusieron los apóstoles (?).  Servid al que está enfermo, al que está solo, al que llora. Servid a quien espera la justicia, a quien no tiene paz, al que le falta el pan, y la enseñanza, y la dignidad personal, y sus derechos como persona, mejor, como hijo del Padre universal.

               Así se hace/celebra la Eucaristía. Así se hace memoria del Señor. Así se comulga con él. Así -sólo así- somos discípulos suyos. ¡Cuánto nos queda para que “esto” que realizamos sea “memoria suya”! ¡Cuánto nos falta para ser nosotros Cuerpo de Cristo que se entrega! 

¡Corpus Christi!  A los Doce les costó entenderlo y vivirlo. Como también a nosotros. Pero lo iremos consiguiendo con la ayuda de la Eucaristía y de los hermanos que forman su Cuerpo. Amén.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
Imagen superior Sieger Koder y central Jorge Ruiz cmf

Domingo de la Trinidad Ciclo C (12 de junio ’22)

A IMAGEN Y SEMEJANZA DE LA TRINIDAD


 

            ♦ Φ No es indiferente lo que digamos de Dios, porque afirmamos estar hechos «a su imagen y semejanza». Por lo tanto, si no comprendemos siquiera un poco cómo es Dios… no sabremos cómo es el hombre, o qué está llamado a ser. Incluso podemos afirmar: «Dime cómo es tu Dios y te diré qué es para ti el ser humano».

             ♦ Φ A Dios nunca lo comprenderemos del todo. Pues si lo comprendiésemos bien, si alguien nos lo pudiera explicar con unas buenas clases de teología… Dios sería más pequeño que nuestros pensamientos y nuestras teorías (y siempre limitado por los conocimientos científicos, culturales y el momento histórico, que son siempre cambiantes). Y probablemente sería un Dios a nuestra imagen y semejanza, del tamaño de nuestras limitadas cabecitas. San Agustín escribió que «cuando uno cree conocer a Dios, en realidad está lejos de Él; y al contrario, cuando uno siente una gran oscuridad, eso mismo es señal de cercanía a Dios.

             ♦ Φ Si Dios fuese aquello que a cada uno le hace falta, lo que a cada uno le conviene, lo que cada cual se inventa o necesita, ese «dios a la carta» tan frecuente hoy… tendríamos a un Dios «manejable» y disponible al que acudiríamos en casos de emergencia, cuando las cosas se pongan mal. Por supuesto que en tal caso no nos plantearíamos si Él espera algo de nosotros, si tiene algo que decirnos o pedirnos. Sería un Dios sin palabra, como una especie de «buzón» donde depositar nuestras necesidades, a la espera de que las atienda.

             ♦ Φ Si Dios estuviera «fuera» de nuestra realidad, desentendido y al margen de nuestra tierra, de nuestra vida, y viviera allá lejos, “en el cielo”… no tendríamos que preocuparnos por esta «casa común», ni por lo que pasa entre los hombres porque estaríamos aquí como de paso, como una mala noche en una mala posada… hasta que llegue el momento de irse a otro cuerpo (reencarnación), o a otra dimensión… Sería indiferente contar con él, o prescindir como si no existiera… 

             § Pero los cristianos afirmamos que Dios es PERSONA, un «Tú» con quien podemos encontrarnos en la oración y otras mediaciones (en el pobre, en la comunidad, etc), y esa relación nos “personaliza”, nos ayuda a ser más personas, mejores personas, más humanos. No hará falta recordar cómo los grandes santos han sido siempre grandes humanistas, grandes personas.

             § Afirmamos también que Dios es TRINIDAD/COMUNIÓN/RELACIÓN/COMUNICACIÓN.
Es un Dios que mira hacia fuera de sí mismo, preocupado por los hombres. Pero no para espiarlos, ni para imponerles sus deseos, ni para controlar nuestras acciones y premiarnos o condenarnos según el caso. No. Como dice el 4 Evangelio : Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

Al ponernos delante de este Dios… nos encontramos con que quienes más le preocupan e interesan son los que están peor, los que lo pasan peor, a los que la vida u otros hombres tratan mal. Nos lo encontramos mirando hacia nosotros, y por eso automáticamente nuestra mirada debiera orientarse en la misma dirección: el pobre, el enfermo, el emigrante, el descartado… Su deseo mayor («la gloria de Dios consiste en que el hombre viva y la vida del hombre consiste en la visión de Dios«, escribió San Ireneo) es nuestra felicidad.

             § Su deseo y su proyecto salvador consiste en estar cerca de nosotros, encontrarse con nosotros, ayudarnos a ser felices y eso le llevó a la «locura» de poner su tienda entre nosotros, a ser uno de nosotros, a HUMANIZARSE en JESUCRISTO, a ser barro como nuestro barro, de tal modo que podemos decir sin exagerar que cuanto más humanos/personas seamos, más nos parecemos a Dios, más hacemos su voluntad, más contento le ponemos. El Dios humanizado que es precisamente Jesús de Nazareth nos muestra que cuanto más libres somos, cuanto más desarrollamos nuestras capacidades, cuando más nos entregamos a los otros… más nos parecemos a Dios, más somos imagen de Dios.

             § Es un Dios ESPÍRITU, que no nos deja aquí solos con nuestros problemas, empantanados en nuestros charcos: NOS HABITA, nos acompaña, vive nuestra vida con nosotros. Le encontramos en el interior de todo ser humano, y está en nosotros sosteniendo nuestras luchas, ayudándonos a discernir el bien, dándonos luz en los callejones sin salida, sosteniendo nuestra esperanza, empujándonos siempre hacia arriba, hacia Él.

             § Pero sin olvidar que es un Dios “MISTERIO”, y por lo tanto no lo terminaremos de conocer nunca. Del mismo modo que tampoco nos terminamos nunca de conocer a nosotros mismos, ni podemos decir que conocemos perfectamente a otra persona, por mucho tiempo que llevemos juntos. La PERSONA es siempre un misterio, una sorpresa que se nos escapa, que no podemos atrapar ni definir ni manejar.

           Aunque sí lo podemos experimentar y sentir. Como ocurre con un buen número de realidades que forman parte de nuestra condición humana: Yo no sé explicar la belleza, pero sí sé reconocerla, gozarla y contemplarla. Tampoco sé definir la verdad, el amor, el bien, la libertad, la poesía… no son objeto de explicación, sino más bien de búsqueda, de contemplación, de sorpresa, de dejar que nos afecten, de callar ante ellas en silencio. Es lo que intentan hacernos entender los contemplativos (hoy celebramos su Jornada): El silencio, la oración, la reflexión, la comunidad, el estudio… son caminos de acceso a Dios. Sólo estando con él y entregándonos a él llegaremos a conocerlo… siquiera un poco.  Y lo mismo podemos decir con respecto a las personas con las que queremos estar en comunión. Por eso la fiesta del Dios Trinidad es también la Fiesta de la Humanidad donde «ella» se hecho presente y es nuestro modelo. Imagen y semejanza suya como ya hemos dicho.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen superior, «Trinidad» de Marko I. Rupnik

Domingo 8 Ciclo C (27 Febrero ’22)

MAESTROS DE VIDA PARA DISCERNIR


(Si pinchas arriba en «Domingo 8 Ciclo C» podrás leerlo mejor, y de paso dejar algún comentario al final de la página. Gracias por adelantado)

 

           Siguiendo con el Sermón de las Bienaventuranzas, y después de llamarnos al perdón y al amor a los enemigos, y a ser misericordiosos como su Padre… propone Jesús una breve parábola sobre los «guías» ciegos y la necesidad del arte del discernimiento y del acompañamiento. Para saber cómo ponerlas en práctica, necesitamos  orientación, apoyo, acompañamiento para no quedarnos en generalidades, vaciarlas de contenido o desanimarnos ante sus exigencias. Realmente es difícil que uno, por sí mismo, con su único y personal criterio crezca y madure en su fe, progrese en el discipulado o vaya descubriendo la voluntad de Dios sobre él. Y no es extraño atascarse, darle mil vueltas a ciertos aspectos, autoengañarse, cansarse, conformarse, confundir «lo bueno» con lo que el Señor realmente espera de mí, plantearme unas exigencias tan elevadas que acaben por agotarme, etc

         Es decir: que necesitamos a alguien que nos guíe, nos muestre el camino, algún Maestro de Vida que nos ayude a «aterrizar» el Evangelio en nuestras circunstancias personales concretas… pero sin imponernos, sin tomar decisiones por nosotros, que nos respete… que no sean «guías ciegos». ¿De quién o de quiénes hablamos?

          Pues en primer lugar, claro, el Espíritu Santo. Jesús nos dice en el Evangelio de Juan que «cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará»(Jn 16, 13-14).  Es un Espíritu que el Padre dará a los que se lo piden (Lc 11,13) y que ya ha sido derramado en nuestros corazones, somos sus Templos.  Por tanto, podemos fácilmente pedirle ayuda en la oración: Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero. (Secuencia de Pentecostés).

              Y después podemos contar con «personas de Espíritu» que nos iluminen y saquen de nuestras dudas y callejones sin salida. No se trata de un «especialista» que nos suelta un rollo teórico y abstracto, ni nos llena la cabeza de ideas, o de normas y condiciones. Menos todavía toma decisiones que nos competen, ni nos impone ni nos manda nada. Sino que más bien nos muestra un camino práctico, experiencial, que nos va guiando hacia la gloria del Señor, sin esquivar el sacrificio, la renuncia o el sufrimiento de la cruz. El Espíritu nos conduce siempre por los caminos de la compasión, de la solidaridad, del amor, de la entrega personal, de la verdad, de la justicia, del encuentro, de la paz. 

                  Por eso explica Jesús que lo primero que tenemos que reparar y perfeccionar es nuestro modo de mirar y de juzgar. La comparación que usa es bien clara: me tengo que sacar primero la viga de mi ojo antes de pretender sacar la brizna de hierba del ojo de mi hermano. El Papa Francisco insiste a menudo en la sana costumbre de “acusarse uno mismo, en vez de (o antes) de acusar a los demás«.

Hay que revisar esa seguridad de que tenemos razón y que todo lo tenemos claro porque nos condicionan muchas voces, que serían como vigas que lo tapan y deforman todo. Por eso, hay que empezar por detectar en mí los afectos, las ideas, los prejuicios, las vendas que pueden cegar o hacer que mi juicio sea equivocado.  No podemos encontrar o discernir el bien y la verdad si, por ejemplo, nos encastillamos en nuestras ideas y posturas previas, en los nuestros, en los que piensan y son como yo (la polarización tan extendida últimamente, la cerrazón, la rigidez). Así no hay discernimiento ni acompañamiento que valga, puesto que somos seres de encuentro, para tener puentes, facilitar diálogos y acuerdos, relativizar posturas cerradas…

Como tampoco podemos buscar  la voluntad de Dios si sólo tenemos en cuenta nuestro bien particular, nuestros gustos y conveniencias, perdiendo de vista o ignorando a los otros, a los que están peor (esos «bienaventurados»…).

Por último, el Maestro presenta el criterio de los frutos. Cada árbol se reconoce por su fruto. No por los bellos ramajes, o por su tamaño, o porque adorna y queda bien. Los higos o los racimos no brotan de cualquier árbol. Si el corazón va sacando el bien, la bondad, el perdón, la solidaridad, la generosidad, la paz, la justicia, la dignidad, el respeto… querrá decir que estamos en el camino correcto. Y se notará hasta en las palabras que salgan de nuestra boca.

Concluyendo: 

+ Primero es necesaria la guía y la acción del Espíritu y el empeño de buscar en nuestra vida la voluntad de Dios. En esto no podemos quedarnos atascados: «ya soy bueno», o «no sé qué más debiera hacer». 

+ Segundo, son mas necesarios que nunca auténticos maestros de vida que nos ayuden a caminar y a seguir dando fruto incluso en la vejez, estando lozanos y frondosos (así nos ha dicho el Salmo).

+ Tercero: coger la grúa y empezar a quitar tantas vigas de en medio que nos tapan la mirada.

+ Y cuarto: Los frutos. Son lo que vale. No los discursos ni las palabras.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf  (a partir de una meditación de Diego Fares, sj) 
Imagen superior de Robert Sherer