DOMINGO DE LA ASCENSIÓN. CICLO B

EL TIRÓN DEL PADRE

       • Nadie puede dudar del tirón tan fuerte que el Padre ejercía sobre Jesús. Había como una «química» especial entre los dos. No hay más que escucharle hablar, porque de lo que está lleno el corazón, habla la boca (Mt 22,34). Jesús estaba permanentemente «enganchado» al Padre. Y no dejaba de hablar de él (además de hablar frecuentemente con él). Algunos especialistas sugieren que toda la vida de Jesús, y todo el Evangelio, se podrían resumir en una sola palabra: «Abbá», Padre, palabra del entorno familiar, con la que los niños se dirigían a sus padres. Nadie antes en Israel se había atrevido nunca a dirigirse a Dios de ese modo.

     Jesús habla del Padre con infinita ternura, y también con añoranza. Sólo habría  que contar, por ejemplo, las veces que pronuncia esta palabra en cuarto Evangelio: ¡115 veces! Le oyeron decir: Sí Abbá; aquí estoy, Abbá; lo que tú quieras, Abbá; Abbá, tú sabes que te quiero; Abbá, te doy gracias porque has revelado estas cosas a los sencillos; Padre, que se haga tu voluntad; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu… Sin duda que Jesús vivía en el Padre, para el Padre, por el Padre, desde el Padre, con el Padre, hacia el Padre… Hasta decía que su alimento era «hacer la voluntad del Padre». Y les repetía a sus discípulos: «vuestro Padre del cielo», queriendo que también ellos gozaran de esa especial intimidad y cercanía.

        • Pero también el Padre, por su parte, estaba pendiente de él, y vivía en él, como dice el mismo Jesús: «Felipe, ¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?»; o bien: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (aquí tenéis resumida la misión del cristiano: que vean al Padre en nosotros):

+ Cada palabra de Jesús tiene los ecos de lo que ha escuchado (en su oración) al Padre.
+ Comparte los mismos sentimientos del Padre. Particularmente la compasión y la misericordia.
+ No sólo habla y siente, sino que también «hace» lo que el Padre le ha encomendado, por más que le cueste sangre, sudor y lágrimas (Getsemaní).

       Por eso Jesús tuvo tanto «tirón» popular: era un canal eficaz por el que les llegaba el amor del Padre. Pasaba haciendo el bien, daba esperanza, defendía a lo más débiles, se ponía del lado de los marginados, tocaba el dolor de los enfermos, sanaba, denunciaba… en el nombre del Padre.

       • En uno de los más antiguos himnos cristianos, recogido por San Pablo en una de sus cartas, se nos dice que Jesús se dedicó a «bajar» a «rebajarse»: Primero bajó del cielo hasta el seno de una mujer, y bajó después a un miserable pesebre en Belén.  «Bajó» al río Jordán para ser bautizado entre los pecadores. «Bajó» para mezclarse con los pobres, los marginados (que siempre están «abajo» y «debajo»). Y tanto bajar, tanto rebajarse, quedó hecho una auténtica piltrafa de hombre, colgado entre el cielo y la tierra. Y se hundió en la muerte, y bajó al sepulcro, a las entrañas de la tierra, y -como decimos en el Credo- bajó a los infiernos… No se puede bajar más abajo en todos sentidos. Al contrario de tantos, empeñados hasta límites insospechados en «subir» como sea, en escalar puestos, en «estar arriba».

        • ¡Tanto bajar! ¡Tanto bajar! Aunque nunca bajaba solo. El Padre lo acompañaba en todos esos «abajamientos». Los largos y frecuentes ratos de oración a solas con Él, le despertaban su sed de infinito, su añoranza del cielo (también esto nos ocurre al resto de los mortales, cuando oramos «cristianamente»). Así que, una vez cumplida su misión, es el momento del «tirón» definitivo del Padre, del reencuentro final. Y así nos hemos podido enterar de que el destino del hombre no está «abajo»sino arriba. El destino del hombre no es el fracaso, sino la gloria.  El futuro del hombre no son los gusanos y el olvido, sino la eternidad y la gloria de Dios. Con palabras de San Agustín: «Nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto (desasosegado) hasta que no descanse en Ti». 

     • Y allá que se fue.  Como decimos en el Credo, a «sentarse a la derecha del Padre». Es un modo de hablar, claro. En el cielo no hay asientos, ni Dios tiene derecha ni izquierda. Con palabras menos «teológicas», diríamos: Se fue a fundirse con el Padre en un abrazo tan inmenso, que saltaron las chispas del Espíritu, sobre la tierra, desparramándose sobre nuestras cabezas, llenándonos de dones. Lo celebraremos el domingo próximo.

    • Pero, como todas las despedidas, también aquí hay una sombra de «tristeza» en el que se va, y en los que se quedan. El Señor se aleja físicamente de sus queridos discípulos, y ellos… se quedan sin él. Siempre se acaba queriendo a aquellos con quienes compartimos  la intimidad y la vida, tantos buenos como malos momentos. Toda despedida, toda «partida» siempre supone un «partirse», porque nos dejamos un trozo de nosotros, algo/alguien que quisiéramos llevarnos y no puede ser… Esto mismo le ocurre a Jesús. El corazón se le parte un poco, y así se lo confiesa a sus amigos:

– Me voy, pero vuelvo, no tardaré mucho
– Me voy, pero me seguiréis más tarde
– Me voy, pero es para prepararos un sitio en la casa de mi Padre
– Me voy, pero no os olvidaré, porque os llevo en el corazón
– Me voy, pero volveréis a verme
– Me voy, pero os enviaré al Espíritu Defensor, Consolador, Espíritu de la Verdad, el mismo Amor…
– Me voy, pero el Padre seguirá cuidando de vosotros, como lo hizo conmigo, para que ninguno se pierda.  

      Por eso, mientras andemos por aquí abajo, y siguiendo el ejemplo del Señor, necesitaremos con frecuencia dirigirnos al Padre Nuestro que estás en los cielos. Para que nuestra esperanza y nuestros proyectos no se queden alicortos, para que veamos siempre más allá de la cruda realidad, para que soñemos el sueño de Jesús, para que no nos importe bajar y rebajarnos cuando sea necesario, o incluso cuando nos «bajen» por la fuerza… Porque «el de arriba» ya tirará de nosotros cuando andemos hundidos. Lo ha dicho con bellas palabras la segunda lectura de hoy: «Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros». De este modo, podremos tomar el relevo al Señor Jesús, poniendo todo lo que somos y podemos al servicio de lo único importante: El Reino y la justicia. El Espíritu será nuestra fuerza interior y nos ayudará a discernir los caminos para llevar adelante la tarea. Inmensa tarea en la que todas las manos son pocas: el encargo es hacer discípulos de todos los pueblos.  Como ha escrito el Papa Francisco (EG 20):

Hoy, en este “id” de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva “salida” misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar esta llamada: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.

     Así que el cielo lo miraremos de reojo (porque allí está el Padre que nos espera), pero para llenarnos de fuerza, porque el trabajo lo tenemos aquí abajo, en la tierra, donde el Espíritu del Señor sigue cooperando y actuando para se haga su voluntad aquí en la tierra como en el cielo.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
Imagen de José María Morillo

DOMINGO VI TIEMPO DE PASCUA. CICLO B

DIOS ES AMOR

           La primera gran palabra que existió jamás, y origen de todas las palabras bellas y de todas las cosas buenas es «amor».

En el principio fue el Amor de Dios. Y como el Amor es comunicación y expresión, el Amor se puso a hablar y a cambiarlo todo: fue vencido el caos, el desorden, la oscuridad, y creó la luz, la vida, el equilibrio, el paraíso… y al ser humano para que recibiese todo lo que él era y daba, y lo hizo capaz de entregarse, dialogar, fundirse y amar. Y como todo era fruto del Amor, todo era muy bueno. El Amor sigue diciendo muchas veces «hágase», y lo hace todo bueno, vital, luminoso, humano.

                   Cuando decimos que Dios «es» amor, estamos diciendo que Dios «ama», que está hecho de amor, que sólo sabe y sólo puede amar, y que todo lo que hace es por amor, para hacer crecer el amor, para sostener el amor, para hacer posible el amor.  El amor es lo que está detrás y antes de mi nacimiento. Él me amó y quiso que yo existiera. Y el amor será el abrazo final que recibiré cuando se acabe mi existir. Y entre el nacimiento y el descanso eterno, el amor es la «fórmula secreta» para llenar de sentido la vida y hacerla fecunda.

          Si esta es la «definición» de Dios, quiere decir que donde está Dios, allí hay amor. Por tanto, todo el que se acerque a Dios tiene que amar, porque el amor lo empapa y lo envuelve y sale siempre hacia afuera, se expande, se multiplica, se contagia.

Cuanto más cerca está uno de Dios, más tiene que notarse por su amor; todo el que es tocado por Dios, aunque no se haya dado cuenta, aunque diga que no cree en Dios, se habrá contagiado de amor y esto vale para todos y para siempre… porque nada ni nadie existe sin el amor de Dios.

      Nadie puede decir con verdad que ha visto a Dios, que conoce a Dios,  que cree en Dios, que ama a Dios, que ha comulgado el sacramento del amor, que ha hablado con Dios… si su corazón está frío, duro, violento, egoísta, si es individualista, si su corazón hace distinciones, si ama selectivamente, si ama exigiendo correspondencia, si ama poseyendo y dominando, si ama absorbiendo o aislando, si ama con celos, controlando.

     «Dios es amor» quiere decir también que donde hay amor allí está Dios.

Si encuentras señales de amor auténtico, estás rastreando las huellas de Dios. Donde hay personas que se ayudan, se perdonan, se unen, se comprometen entre sí y en favor de los otros, es que están movidas -aunque quizá no lo sepan- por el Espíritu de Dios, que es el Amor de Dios derramado en nuestros corazones. 

Es cierto que la palabra «amor», tan corta, tan sencilla pero tan rica, se usa sin mucha precisión, sin respeto, vaciándola de contenido, confundiéndola con otras cosas.

Y acabamos por llamar «amor» a casi cualquier cosa. Y luego vienen los desengaños. Salpicamos la palabra con nuestro barro y llegamos a decir «amor» a lo que es puro egoísmo, manipulación, dominio, atracción física, deseo o sentimentalismo, dependencia, necesidad…. Por eso es importante y necesario que cuando hablemos de amor o queramos llamar a algo «amor»  miremos al que más sabe de amor: A Dios Padre en Jesucristo por el Espíritu.

• El auténtico amor es LIBERADOR.

No soporta ver al otro enredado, sin dignidad, esclavo, limitado, usado, disminuido.
Y entonces se pone a romper cadenas y a plantar cara a cualquier faraón que pretenda aprovecharse.
Así se presentó Dios a Moisés en la zarza, y a ello dedicó Jesús toda su vida.

• El auténtico amor es DIALOGANTE.

Cuando el otro se ha equivocado, ha fallado, ha metido «la pataza», se esconde, se escapa….
Cuando el otro piensa distinto, cuando tiene sus propios criterios… Sabe salir a buscarlo allá donde esté escondido, deprimido, avergonzado, sufriente, y pregunta, echando un punte: «¿Dónde estás? ¿qué te ha pasado?»…  para procurar restaurar la comunión, tender puentes, hacer posible el encuentro.

• El auténtico amor REVELA LA PROPIA INTIMIDAD, se atreve a confiar lo más secreto.

Ahí tenemos a Jesús «desvelando» a sus discípulos su entrañable relación con el Padre: «A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». El silencio, la oración, las inquietudes, los sueños, las lágrimas, los miedos, el discernimiento cuando hace falta tomar decisiones… también son compartidos.

• El auténtico amor es SACRIFICIO. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó lo que más quería, su Hijo único», para hacer posible el amor entre nosotros. 

Cuando el amor es verdadero y limpio, es capaz incluso de quitarse de en medio para no ser un obstáculo: «te quiero tanto, que te quiero feliz… aunque sea sin mí». «Me importas más tú que yo mismo». «Seré feliz si tú lo eres, aunque me cueste y me duela no estar contigo». Esto lo saben muy bien los padres y madres. Pero también todos los que entienden lo que es un auténtico amor.

Y «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Es la máxima renuncia a los propios y justos deseos o intereses personales. Con tal de hacer posible la felicidad del otro, quien ama está dispuesto a la máxima renuncia: renunciar a uno mismo y al otro. Así es Dios, así lo hizo Jesús. Así lo debemos hacer también nosotros. Y de ese modo, el auténtico amor SE MULTIPLICA y crece. 

          Me resulta muy significativo que Jesús, después de esa «declaración» amorosa hacia sus discípulos, después de llamarles «amigos», de revelarles su intimidad, y todo lo demás, no reclama amor hacia sí mismo. Habría sido lógico oírle decir: «Amadme así también vosotros». Pero no: la prueba de que le amamos a él, de que hemos acogido y valorado su amor… es el amor que nos tengamos entre nosotros. Sorprendente exigencia. La señal de que amamos a alguien (incluido Dios), es que creamos alrededor comunión, comunidad, fraternidad. Sentimos la necesidad de que también los que estén a nuestro alrededor se amen y se sientan amados. Todavía más: que cualquier hombre o mujer se sienta amado, y con más razón aquellos que andan escasos o más necesitados de amor: los enfermos, los hambrientos, los que viven sin dignidad, los fracasados en la vida, los que no pueden estar en su tierra, los sometidos, los enfermos, los mayores, los emigrantes sin recursos…

        «Oséase»: que es imprescindible recordar y saborear a menudo que Dios es Smor y todo lo que ha hecho por nosotros por amor… para que nosotros, que fuimos hechos a su imagen y semejanza, pongamos el amor por delante, sobre todo con obras, con hechos: ¡Hay tanto que amar! ¡Y podemos amar tanto más! Permaneciendo a tiro de su inmerecido Amor. Su Amor es el que hace posible el nuestro.

Hermano mío: yo te amo. Yo te quiero por mil razones:
Yo te amo porque Dios quiere que te ame y me ha hecho tu hermano.
Te amo porque Dios me lo manda. Te amo porque Dios te ama.
Te amo porque Dios te ha creado a su imagen y para el cielo.
Te amo porque Dios derramó su sangre para darte la vida.
Te amo por lo mucho que Jesucristo ha hecho y sufrido por ti.
Y como prueba del amor que te tengo haré y sufriré por ti
todas las penas y trabajos, incluso la muerte si fuera necesario.
Te amo porque era amado de María, mi queridísima Madre.
Te amo, y por amor te enseñaré de qué males te debieras apartar,
qué virtudes debes desarrollar, y te acompañaré
                                                                              por los caminos de las obras buenas y del cielo.
                                                                              (San Antonio M Claret)

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen de José María Morillo y M. Cerezo, cmf

DOMINGO V DE PASCUA. CICLO B

CREER Y DAR FRUTOS


 

    No hay sarmientos sin vid: quedan reducidos a unos palos secos, que dicen que son estupendos para asar chuletas o preparar una paella, o calentarse con una buena fogata. Y poco más. Tampoco hay vino sin uvas, en número suficiente. Con una sola uva no hacemos nada. Ni siquiera con un racimo. Por lo tanto: Si nosotros somos los sarmientos, y Cristo es la vid, sin estar unidos a él no podemos hacer nada. Nos quedamos «secos». Y estando unidos a él y al resto de los sarmientos… debiéramos dar frutos suficientes como para poder tener buen vino. La afirmación de Jesús es: «Yo soy la vid, vosotros (en plural) los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis (en plural de nuevo) hacer nada». Es un mensaje referido especialmente a la comunidad de seguidores. Estas sencillas afirmaciones, no necesitan que les demos muchas vueltas: se comprenden muy bien. Otra cosa es que seamos coherentes con ellas.

          En cuanto al fruto abundante al que se refiere Jesús (y ya que él es el grano enterrado que da mucho «fruto«) tiene que ver con una vida entregada, como la suya, y con el Reino… que es descrito con palabras como «justicia, paz, servicio, misericordia, compromiso con el pobre, el enfermo, el emigrante…, acogida, libertad, perdón, fraternidad…». Palabras todas ellas relacionadas y referidas a los otros. Aunque hay que tener cuidado con las «palabras» porque, como advierte hoy la carta de Juan: no nos quedemos en las palabras, en las creencias, en las ideas, en los discursos, en las grandes afirmaciones, no amemos de «boquilla», sino con obras, con hechos. O sea: dando frutos. «Este es su mandamientos: «que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó». Creer en Jesucristo es amar, amarnos.

Estamos, pues, ante un punto central: ¿Qué aporta la fe realmente a nuestra vida?¿En qué consiste para nosotros «tener fe»?

    – La fe no se juega en el terreno de los sentimientos: «Ya no siento nada… debo estar perdiendo la fe», dicen algunos. No hay duda de que la fe toca el corazón, se siente, se experimenta, se disfruta, a veces duele… Pero sería un error reducirla a sentimientos y aún peor a  «sentimentalismo»: tendría fe si me emociono, si se me saltan las lágrimas, si «siento algo» cuando comulgo, etc. La fe -como el amor auténtico- es una actitud responsable y razonada, una decisión personal, un compromiso: haya o no haya sentimientos. 

    – La fe no es tampoco una opinión. Cada creyente tiene la responsabilidad de aceptar a Dios en su vida, e ir madurando y profundizando lo que supone ser discípulo de Jesús hoy, en sus circunstancias personales y sociales concretas. Cada cual vive su fe de un modo personal, único e intransferible. Pero no significa caer en el subjetivismo: «yo tengo mis propias ideas y creo lo que a mí me parece». La fe no es un «menú» que yo elijo con lo que me apetece, lo que me viene bien, lo que está de acuerdo con mis opciones previas, y la vivo con los que tienen ideas parecidas a las mías… pero dejando a un lado lo que no me gusta, no me encaja o no me viene bien. No puedo hacerme un dios a mi imagen y semejanza, ni puedo construirme una fe sin los otros, sin contrastar y discernir honestamente, para ir purificando y madurando lo que fuera necesario. No puedo ignorar o rechazar a los «distintos» por el simple hecho de serlo, ni estar siempre a la defensiva y con el impermeable puesto para todo lo que no vaya conmigo. Eso es más propio de las sectas, o quizá de los partidos políticos, pero no del cristiano. Como dice san Pablo, el criterio principal ha de ser el «bien común», la construcción del Cuerpo de Cristo.

    – La fe no es simple costumbre o tradición recibida de los padres, y que a menudo se queda en  cumplir con ciertos ritos y obligaciones religiosas. Eso puede ser un comienzo, un buen comienzo… pero después hay que personalizar, madurar, aplicarlo a la propia vida, trabajar y buscar el encuentro personal con Dios, responder a la propia vocación.  Traducirlo en «obras», para que sea la fe de/en Jesús. 

   – La fe no se reduce a una especie de «tranquilizante», que me ayudaría a sentirme bien, o evadirme de la realidad en ciertos momentos. Creer en Dios es, sin duda, fuente de paz, consuelo y serenidad, pero la fe no es sólo un «agarradero» para los momentos críticos: «yo cuando me encuentro en apuros acudo a la Virgen o a San Antonio que es muy milagrero». Creer es el mejor estímulo para luchar, trabajar y vivir de manera digna y responsable, un impulso para levantarse y salir adelante cuando las cosas vienen mal. Para comprometerse y transformar la realidad. A Jesús su tarea misionera le trajo muchas complicaciones, y acudía al Padre no tanto para sacarle favores (o «mercedes», como se decía antes), cuanto para preguntarle cuál era en cada momento su voluntad y para contar con su fuerza.

    – La fe no es simplemente un conjunto de recetas morales, o autoexigencias con las que podamos estar en orden delante de Dios. Es muy limitada la fe que se centra en corregir los defectos, fallos y debilidades personales, donde el yo y mi propia perfección son el centro de mi examen de conciencia y de mis propósitos… El AMOR es lo que debe ocupar el centro, mi entrega, mi servicio, mi compromiso en favor del Reino. Cierto que cometemos errores, que estamos condicionados por defectos y hábitos que nos cuesta mucho corregir. Y nos cuesta liberarnos de la idea de que por eso Dios nos rechaza y nos condena, del mismo moco como nos condena nuestro corazón/conciencia. Muy luminoso lo que nos decía la Carta de Juan: si nos comprometemos con un amor práctico al hermano, ya no tenemos que tener miedo de nuestras miserias, de nuestra fragilidad y ni siquiera del juicio severo de nuestra conciencia; de lo que ésta pueda reprocharnos. Podemos tranquilizarnos, porque “Dios es más grande que nuestro conciencia” (v. 20).

          El amor a los hermanos, la justicia, el trabajar por la comunión, el construir un mundo mejor para todos son los frutos que el Señor espera de sus sarmientos. Que dejemos de mirarnos tanto a nosotros mismos, y nos preocupemos de producir las «uvas» PARA QUE COMAN/BEBAN OTROS, para alegrar y hacer mejor la vida de los otros. La obra de Jesús fue vivir entregándose. Y su «savia» en nosotros tiene que producir lo mismo, aunque el sarmiento pueda ser feo, imperfecto o estar muy retorcido por la vida.  Si permanecemos unidos a la vid… daremos frutos, que es lo que al Labrador le importa.

La verdadera fe tiene, sobre todo, tres grandes pilares, según nos enseñan las lecturas de hoy:

.   La Palabra de Jesús, que permanece en nosotros y nos va«limpiando», podando, purificando para que aumenten los frutos de Amor. «Si mis palabras permanecen en vosotros…». Por tanto en encuentro frecuente con la Palabra en nuestras celebraciones y en nuestra vida espiritual.

.   La Eucaristía, como el medio excepcional para estar en comunión con él, para recibir su savia. Es decir: que la Eucaristía es importante y necesaria. Imprescindible. No como algo obligatorio con lo que «cumplir» los días de precepto, sino como la fuerza que necesitamos para amar y entregarnos «por Cristo, con él y en él». «Comulgar» no es simplemente «comer» un trozo de Pan. Sino ir haciendo de mi vida un «pan» que se parte, se reparte y se entrega, «en memoria suya».  Es identificarme con el Señor, y permitirle que se entregue hoy a través de mí.

.   Y en tercer lugar la Comunidad. La comunión con la vid es al mismo tiempo, inseparablemente, comunión con el resto de los sarmientos. La Eucaristía no es un alimento privado, para mí, para mi devoción, para mis necesidades individuales, para hacer yo mis rezos a solas. La Eucaristía es una comida fraterna. Si la consecuencia de mi «comulgar» no me lleva a implicarme con la comunidad de hermanos, sino me lleva a sentir la necesidad de caminar con ellos… será otra cosa distinta a lo que quiso el Señor: «Tomad, comed y sed uno», «Tomad, comed y amaos como yo», «Tomad, comed y lavaos los pies unos a otros».

Al final, lo que «permanece» es el Amor, que es lo que nos mantiene vivos.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen de José María Morillo y Félix Hernández, op

iv domingo de pascua. ciclo b

¡MIRAD QUÉ AMOR!

      La segunda lectura de hoy comienza con una invitación a la sorpresa, al agradecimiento, a la emoción, a la contemplación: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre». En el Salmo hemos orado: «Te doy gracias porque me escuchaste  y fuiste mi salvación, yo te ensalzo». Y en el Evangelio: «Yo soy el Buen Pastor que da su vida por las ovejas; que conozco a las mías, y las mías me conocen, tengo poder para entregarla por esto me ama el Padre». Es decir: Que el Padre nos ama hasta el punto de hacernos sus hijos. El Buen Pastor nos ama hasta el punto de dar la vida por nosotros y hasta por ovejas que aún no están entre las suyas. Y el Espíritu, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones y que clama «Abbá, Padre». ¡TODO EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN Y LA PASCUA ES UN MISTERIO DE AMOR!. Dios es amor, es el que ama y se entrega, y es el que hace posible el amor entre sus ovejas: la comunidad. Por eso me ha parecido necesario detenerme en ese amor de Dios, tal como nos ha invitado el Apóstol Juan.

        • Si Dios es Amor no significa simplemente que Dios «a veces ama», de vez en cuando. O que Dios ama a algunos (que se lo merecen y ganan), y a otros no tanto. Sino que Dios no puede dejar de amar, por muy malos que seamos los hombres. Si dejara de amarnos, ya no sería Dios. O si en ciertas circunstancias no amara, no podríamos decir que «es Amor». El amor ama, aunque no reciba respuesta (los padres lo saben muy bien desde su propia experiencia).

        • Si Dios es amor, no necesitamos cumplir ningún requisito para que Dios nos ame, me ame. De modo que, aunque seamos pecadores, Dios no se aleja de nosotros, ni se enfada. ¡Es que somos sus hijos! Si acaso, -así me lo imagino yo-, se le escapará alguna que otra lágrima de pena, mientras espera a ver Si decidimos volver. Porque amar es también tener esperanza, nunca dar algo por perdido. Como decía san Pablo a los  de Corinto: «el amor no lleva cuenta de las ofensas, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». Ya que, como dice un Salmo: «el Señor se acuerda de que somos barro», él nos creó frágiles, y por ser frágiles fallamos…le fallamos. Pero el amor siempre cree y espera que el otro sea mejor. Decimos: «Alguna vez se dará cuenta», «ya madurará, ya cambiará…». eSO MISMO dice el Dios-Amor. Y aunque nos creamos merecedores de castigo, nos recuerda la Primera Carta de Juan: «Si nuestra conciencia nos condena, Dios es más grande que nuestra conciencia». Y también: «el amor no consiste en que nosotros amemos a Dios, sino en que él nos amó primero a nosotros«… Todo esto lo sabemos con la cabeza, claro, pero nos cuesta acoger la bondad, el amor, la misericordia de Dios, y andamos pensando que necesitamos «merecer» su amor. Pero la lógica de Dios es que Él ama primero, sin límites y gratuitamente.

        • Si Dios es amor, significa que me necesita, que desea continuamente encontrarse conmigo para decírmelo y hacérmelo notar. No otra cosa es la oración, como dice la conocida definición de Teresa de Jesús: «Orar es estar (no habla dice nada de decir, o de hacer: estar) muchas veces tratando de amistad/amor con quien sabemos que nos ama». Tan pronto como nos recogemos en silencio y nos ponemos a la escucha del corazón, suena dentro como una voz que nos dice:«Tú eres mi Hijo amado». ¡Pues lo somos! Pero también me necesita para que su amor llegue a otros: el amor es expansivo y el Buen Pastor tiene otras ovejas lejos… a las que tiene que salir a buscar, acoger y cuidar. Y yo debo ser un «instrumento de su amor».  (Hoy precisamente celebramos en muchos lugares la Jornada de oración por las vocaciones): extender, multiplicar, compartir, testimoniar el Amor recibido de Dios.

        • Si Dios ama al hombre, significa que el hombre es tremendamente importante. Tanto amó Dios al mundo que se bajó de su cielo, para meterse en nuestra carne y experimentar en sí mismo lo que somos y sentimos. Un Amor solidario: haciéndose uno de nosotros, y pobre entre los pobres… estaba  atribuyendo al hombre, al pobre, al que «no sirve ni pinta nada» un valor infinito. Y cuando nos ponemos a amarles, nos parecemos mucho a Dios: Somos dioses. Y tanto nos amó que dio la vida por nosotros, que es un signo incomparable de amor. El amor llega hasta ese extremo: que el otro importe más incluso que mi propia vida

        • Si Dios es amortodas nuestras cosas le afectan e importan. Sufre, pelea y se alegra y triunfa conmigo. Le interesan mis pequeñas y grandes preocupaciones, y disfruta cuando las comparto con él: «Yo conozco a mis ovejas». Así es como me doy cuenta de que no se aparta de mí ni de día ni de noche: «Te doy gracias porque me escuchaste» (Salmo). Conocer es una consecuencia de amar, y amar exige conocer.

El Amor de Dios se convierte en compañía cuando sufrimos, es fortaleza para que salgamos adelante.  Por Amor se convierte en Pastor Bueno cuando necesitamos protección o guía porque atravesamos por cañadas oscuras. Y nosotros en su nombre, haremos lo mismo.  

        • Si Dios es Amor, yo no soy su siervo, ni su esclavo. No tiene celos de mi libertad, porque me la ha dado precisamente él. Me quiere libre y responsable de mi vida. Y está a mi disposición para levantarme cada vez que me caigo. O cuando el sufrimiento o el mal parecen derrotarme. Le gusta verme de pie, ni postrado ni humillado. Me ayuda a liberarme cuando me dejo enredar con otros falsos dioses y señores: Ellos sí que me enganchan, me «atan», me esclavizan. En cambio él no tiene inconveniente en arrodillarse a lavarme los pies cansados de los caminos. Arrodillarse para servir y amar sí.

        • Si Dios es Amor, quiere decir que el Amor es lo único que tiene importancia.  El 1er  mandamiento de la Antigua Alianza decía «Amarás a Dios sobre todas las cosas». Y todos los demás son derivaciones de él. Seguramente no haría falta ningún otro mandamiento. Pero cuando falta el amor… se multiplican las leyes, normas, prohibiciones… Pues después de mostrarnos hasta dónde llega el amor (entregarse, dar la vida, cuidar, proteger, acompañar…) Jesús nos dejó un solo mandato: «Amad/amaos como yo», que viene a ser lo mismo que «poner el amor al hermano por encima de todas las cosas».

      ¿Por qué digo todas estas cosas tan conocidas por todos? Uno sospecha que la «falta» de vocaciones  (cualesquiera que sean) puede deberse a un déficit de amor: y por eso se hace cada vez más urgente y necesario que se noten mucho más los gestos de amor de los pastores de la Iglesia, la preocupación real por el bien de las ovejas, por encima del propio bien y de la propia vida. Y hacer crecer la frecuente escasez de amor entre los hermanos de las comunidades cristianas (¿mirad cómo se aman?); que no parezca más relevante el cumplimiento de leyes, normas y ritos… que el esfuerzo por entregarse, por la caridad, por amar como Cristo nos amó. Y por supuesto: contemplar, profundizar, gozar, orar, meditar... el amor del Dios-Padre-Hijo-Espíritu (¿quizá habría que enseñar cómo hacerlo?). 

Termino como comenzaba: ¡MIRAD QUÉ AMOR NOS HA TENIDO DIOS! Pues eso.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
Imagen tomada de Javier Rojas, sj

3 DOMINGO DE PASCUA. CICLO B

“¿Por qué tenéis esas dudas en vuestro corazón?

     El texto evangélico de este domingo está nos presenta a los discípulos llenos de dudas, ante la repentina presencia de Jesús resucitado .»Pero Jesús les dijo: –¿Por qué estáis asustados? ¿Por qué tenéis estas dudas en vuestro corazón? … Les enseñó las manos y los pies. Pero como ellos no acababan de creerlo…». Parece que Jesús se asombra ante la reacción de sus amigos.

     Ante esta pregunta de Jesús, muchos hombres y mujeres de hoy desplegarían una larga lista de motivos para dudar, para no terminar de creer. La situación sanitaria que estamos pasando ha servido para que algunos profundicen, retomen, fortalezcan y renueven su fe. Pero también se han multiplicado los hermanos que se han ido llenando de dudas, o dicen estar perdiendo la fe, como consecuencia de su desconcierto ante la falta de respuesta de Dios, o por haberse alejado temporalmente de la práctica religiosa… y no saber cómo recuperarla, e incluso… si realmente la necesitan para algo.

     Ciertamente que ya pasaron los tiempos de «creer a ciegas». El haber sentado en un trono a la razón y la ciencia, y el no ser ya (si es que alguna vez lo fue) la fe algo generalizado en el ambiente social, e incluso que se mire con recelo, sospecha y hasta rechazo a quienes se dicen llamar creyentes… El haber confundido las prácticas religiosas y las tradiciones sociales con la auténtica fe… han puesto las cosas más difíciles a eso de ser creyentes.

    Escepticismo, incredulidad, la desconfianza, las dudas respecto a la «identidad» de aquel que se les aparecía, son rasgos del camino lento y fatigoso que irían conduciendo a los apóstoles hacia la fe. La realidad de la resurrección les parece demasiado bella como para ser verdad. A veces los apóstoles tuvieron la sensación de tener delante a un fantasma; otras veces, como en el lago de Tiberíades, no han «reconocido» en el Resucitado al Maestro al que habían seguido por los caminos de Palestina. O los dos de Emaús que nos menciona el Evangelio de hoy. Incluso después de su última manifestación aqntes de la Ascensión sobre un monte de Galilea –nos cuenta el evangelista Mateo– “algunos dudaron” (Mt 28, 17).

    Sus dudas, persistentes incluso después de tantas señales dadas por el Señor, prueban, ante todo, que los apóstoles no eran unos ingenuos. Y además, muestran que la fe no es un rendirse sin más ante la evidencia, que el Señor no quiere «imponerse», sino que es la respuesta libre a una llamada. Existen razones respetables para rechazarla y el hecho de que haya incrédulos prueba que Dios actúa de manera muy discreta, que respeta la libertad humana.

     Por eso, lo primero podemos afirmar que la fe no es nunca una certeza absoluta. Que lo normal es tener dudas.  Nadie, que de verdad se haya arriesgado a creer, puede decir que alguna vez no lo han sorprendido las dudas frente a las verdades que confiesa y y que han formado parte de su vida. Según vamos avanzando en la vida y vamos acumulando experiencias, aparecen unas dudas y otras. La biografía de grandes creyentes de nuestra historia así nos lo muestran. Recordemos cómo San Juan de la Cruz hablaba de la «noche oscura del alma». O cómo Madre Teresa de Calcuta confesaba haber tenido dudas terribles durante muchísimos años. O Unamuno (entre otros muchos) en permanente lucha entre el creer y el no creer, que dejar como epitafio : «Méteme Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar. Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo».

    Las dudas no se pueden confundir con la falta de fe. La acompañan y empujan a madurar y buscar. Sólo quien duda, avanza. No pocas veces el problema está en nuestras falsas ideas y expectativas sobre Dios. Como los de Emaús es que «nosotros esperábamos, creíamos…» y resulta que la cosa ha quedado en nada.

    En segundo lugar: no todas las dudas tienen el mismo peso. Hay dudas sobre aspectos centrales y esenciales de la fe y otras que no. Por ejemplo: dudar de la resurrección del Señor, de que Él esté vivo en medio de nosotros, o de su presencia en la Eucaristía, y las verdades recogidas en el Credo son cuestiones fundamentales… Pero no es raro que el problema esté más en las explicaciones que nos dieron o el  lenguaje utilizado… que ya no nos valen. Hay cristianos que pretenden que las catequesis que recibieron en su infancia, o las explicaciones más o menos acertadas de las homilías, o de un cura o catequista en concreto… tienen que valerles para siempre y para todo. Y también decir que no pocos confunden sus dudas sobre la Iglesia, la moral o ciertas tradiciones… con la propia fe. 

     Quiero recoger apenas algunas sencillas pistas que podemos aprovechar de los relatos de san Lucas:  

– «Hablar de estas cosas». Jesús se hace presente cuando sus discípulos se están contando mutuamente sus experiencias (estas cosas), no sus ideas. Comparten, expresan, dialogan, contrastan, reflexionan e interpretan lo que les ha pasado, lo que no entienden. Buscan juntos. La fe cristiana es comunitaria. Y en estos tiempos es muy conveniente buscar alguien experimentado que nos acompañe en nuestros caminos de fe.

– La paz del Resucitado. Cuando las cosas están confusas, cuando hay miedos, cuando perdemos las referencias… la presencia del Resucitado pacifica (aunque también nos pueda dejar «inquietos»). Es un signo de que él anda por medio y nos permite identificarlo. Me gusta decir que «Dios no nos saca las castañas del fuego» (como esperaban los dos de Emaús y tantos otros), sino que «nos ayuda a no quemarnos con las castañas», a enfrentar las dificultades sin venirnos abajo. Es necesario, por tanto, dirigirnos a él para pedirle la paz, la serenidad, la luz que necesitamos…. Los Sacramentos son medios especialmente favorables para encontrar luz, fuerza y paz.

– A Jesús le gusta hacerse presente en medio de nuestras cosas cotidianas. «¿Tenéis ahí algo que comer?» Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado». Con demasiada frecuencia nuestra oración no intenta descubrir a Jesús o invitarle a nuestras cosas de cada día: comer, trabajar, compartir, la amistad y los diálogos… La oración y la vida cotidiana andan demasiado a menudo por cauces distintos. Por eso invita a los discípulos a ir a Galilea (donde compartieron la vida): «allí me veréis». 

 – Comprender las Escrituras. Lucas insiste en que no podemos «entender» a Jesús si desconocemos las Escrituras. No se trata sólo (aunque también ayuda) de tener unos mínimos conocimientos de su lectura e interpretación (esta es tarea pendiente de buena parte de los cristianos). Sino de aprender a poner en relación lo que estamos viviendo con la Palabra escrita. Aquello que dice tan bellamente un Salmo: «Lámpara es tu Palabra, Señor, para mis pasos, luz en mi sendero».

              Muchos de nosotros tendremos que seguir creyendo a tientas, entre dudas y búsquedas  permanentes, pero sin asustarnos ni huir de ellas. Y si acaso gritaremos, como aquel padre que pedía la curación de su hijo:“¡Creo, Señor, pero aumenta mi fe!” (Mc 9,24).

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen de José María Morillo

2 domingo de pascua. ciclo b

LA COMUNIDAD QUE NECESITA TOMÁS

  El tema central de este segundo domingo de Pascua es, por encima de todo, la COMUNIDAD. El Evangelio nos ayuda a descubrir cómo es una Comunidad* que NO tiene en el centro a Jesús de Nazareth, hasta que él «aparece» y ocupa su lugar («se puso en medio») y qué consecuencias tiene para todos. ¿Y qué pasa cuando en esa Comunidad hay algún hermano que, aun deseándolo, no ha experimentado un encuentro personal con el Resucitado, y vive envueltos en dudas?

     Cuando el Resucitado no se ha puesto «en medio» de nuestra vida, vivimos con el alma cerrada, intentando defendernos como podemos de nuestros propios miedos y culpas, levantando muros protectores, desconfiando incluso de los más cercanos, guárdandonos para dentro lo que soñamos, nos duele, necesitamos, nuestras frustraciones… Cerramos puertas, ponemos cerrojos y guardamos silencio. Así estaba Tomás. 

    ¡Qué solos y qué mal estamos cuando nos falta el Resucitado, cuando no lo sentimos, cuando no lo encontramos mientras otros sí lo encuentran. No hay palabras que nos consuelen. Quizá nos digan: «tú confía en Dios, tú reza, tú pide, tú acércate a los sacramentos»… Pero sin resultados.

    Y no por ser una Comunidad Cristiana… está necesariamente en medio el Señor. Puede que haya celebraciones solemnes, y charlas y actividades… pero cuando hay luchas de poder, divisiones, o más preocupación por el orden y la ortodoxia que por la vivencia de la fe y el amor, (Segunda Lectura), o las relaciones fraternas son poco fraternas, o simplemente pocas; cuando hay poco espacio para la novedad… El Espíritu es siempre constructor de novedad, pero cuando falta el Espíritu, cuando no está el Resucitado… estamos como muertos. O cuando los pobres, los que sufren, o los que «no están» no preocupan demasiado… NO PODEMOS HABLAR DE LA COMUNIDAD DEL RESUCITADO. El evangelista hablaba de que había MIEDO.

Mucha de la actividad en nuestro mundo, mucho de nuestro activismo viene para huir de la relación, se tiene miedo de encontrarse con los demás, se tiene miedo de encontrarse de veras con los demás, se tiene miedo de sentirse responsables de los demás, se tiene miedo de compartir las propias debilidades y de hacerse interdependientes unos de otros. Y por eso se cierra uno dentro de sí. (Jean Vanier)

    Ante la desesperanza y el miedo, es fácil caer en la tentación de las nostalgias: otros curas, otros grupos, otros Papas, otros tiempos. Y encerrarnos en recuerdos o intentar olvidarnos de todo, como Pedro -nos lo cuenta otro evangelio- que se  marcha a pescar para distraerse. Aunque no pesca nada. O los de Emaús, que lo dejan todo atrás, se alejan confusos y desanimados. Se alejan de la comunidad. No es difícil, por lo tanto, comprender y sentirse identificados con este Tomás, apodado el Mellizo

     Cuando se escribe el cuarto Evangelio, en torno al año 100, han cesado las «apariciones pascuales». Y  la fe no podía depender de una experiencia como aquellas, que por otro lado, no muchos tuvieron. Aquella comunidad, inmersa en una cultura filosófica griega que exigía comprobaciones, razonamientos, pruebas y evidencias no podía simplemente invitar a «creer» porque otros lo dijeran. Eso podría más bien llamarse «credulidad», o lo que antes se llamaba «la fe del carbonero».

     Aquella situación no es muy diferente de la nuestra: No es suficiente «creer» porque nos lo digan otros o nos lo cuenten los evangelios. Pero tampoco podemos aportar pruebas concluyentes sobre aquel acontecimiento de la Resurrección de Jesús. ¿Entonces?

    Por una parte hace falta una mínima «confianza» en la veracidad de lo que la Comunidad cristiana nos cuenta (su testimonio). Y por otra parte, necesitamos una experiencia personal de que el Resucitado está vivo y afecta a mi vida. ¿Cómo es esto? 

    Si la desconfianza y la incredulidad o el rechazo son mi punto de partida… es muy improbable llegar a la fe. Algunas pocas veces ha ocurrido en nuestra historia. Por eso se vuelve indispensable más que las palabras, el testimonio de vida de los actuales seguidores de Jesús, cómo viven, transformados por la presencia del Señor Resucitado.  Las lecturas de hoy nos ofrecen claves importantes sobre cómo ha de ser la Comunidad del Resucitado

 § La cercanía a los «heridos» y crucificados de hoy, «tocar sus llagas» en los sufrientes y crucificados de hoy. Eso que el Papa llama una Iglesia «hospital de campaña», una «Iglesia samaritana», una Iglesia que se va a buscar a los descartados.

§ Una Iglesia comunidad de hermanos que comparten y reparten lo que tienen, y se aman entre sí. El libro de los Hechos de los Apóstoles lo explica suficientemente.

§ Una Iglesia «misericordiosa», que quiere, procura y sabe reconciliar y perdonar; que pone la compasión y la misericordia por encima de las leyes, y al servicio de las personas.

§ Una Iglesia instrumento de Paz  (Francisco de Asís), que sabe dialogar, acoger, comprender, acompañar, hacerse presente en los conflictos para tender puentes.

§ Una Iglesia que no se encierra en sí misma, que sale a las periferias, que pone en el centro al Señor, y no a sí misma; que huye del clericalismo para ser Pueblo de Dios, comunidad fraterna y de servicio mutuo. Una Iglesia valiente, en la que no faltan los mártires.

     Cuando alguien busque al Señor… es lo mejor (¿lo único?) que podemos ofrecerle: «esto es lo que hace el Señor con nosotros». De poco valen los documentos, los discursos, ni los catecismos, ni siquiera la lectura de la Biblia. Todo esto, si acaso, vendría después. Antes es… permitir al Señor que me transforme, que me cambie la vida, que me perdone, que me pacifique, que me comprometa al servicio de los más necesitados. Que sea de verdad «Señor mío y Dios mío».

     Y por eso la Iglesia tiene que esforzarse, mejorar, convertirse, purificarse, adaptarse y cambiar para poder ofrecer estos «caminos» de fe y responder a los retos de hoy. No hay fe sin comunidad de testigos. No hay fe sin compromiso personal de entrega. No hay fe sin encuentro personal con el Resucitado.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen de José María Morillo

SOLEDAD DE MARÍA 2021

Sábado Santo, 3 de abril de 2021

     El sábado santo es el día de la des-aparición. Es el día de la Virgen de la Soledad. En este día María adquirió un título paradójico: la madre del Crucificado. Ella se adhirió a la causa de su Hijo hasta el punto de ser la primera continuadora como “madre del discípulo amado”.
     Vamos a evocar aquellas horas, aquellos momentos últimos de la pasión, aquella soledad de María… y tratar de orar contemplando actitudes, sentimientos de María.

1.- AL PIE DE LA CRUZ

Lectura de Juan 19,25-27

     «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, al ver a su ma­dre y junto a ella al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mu­jer, ahí tienes a tu hijo». Después dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió como suya».

Reflexión   María, junto a la Cruz, «estaba». Otros no estaban, habían huido.
                   Otros estaban físicamente, pero muy lejos espiritualmente.
                   Ella estaba, bien cerca. Estaba en pie. Estaba serena y con toda dignidad.
                   Podía gritar, rebelarse, rasgar sus vestidos, como tantas mujeres y madres.
                   Pero ella sabía que eso no servía, ella asumía todo el dolor del Hijo como suyo.
                   Allí estaba, no crucificada, pero sí traspasada por la espada del dolor.
                   Y estaba ofreciendo su dolor con el dolor del Hijo, redimiendo con el Hijo.

Canto       Dolorosa de pie junto a la cruz,
                   tú conoces nuestras penas, penas de un pueblo que sufre.
                   Tú conoces nuestras penas, penas de un pueblo que sufre.

Oración  Madre, enséñanos a rezar, a escuchar y guardar la Palabra.
                   Enséñanos a esperar, a pesar de las dificultades.
                   Enséñanos a entregarnos: que no queramos “guardar la vida”.
                   Enséñanos a sufrir −la poda es necesaria para llevar fruto−.
                   Enséñanos a amar, con ternura y con pasión.
                   Enséñanos, en fin, las Bienaventuranzas.
                   Enséñanos el Evangelio de tu hijo: “Haced lo que él os diga”.

2.- VIRGEN DE LA PIEDAD

Lectura de Isaías 53,2.4-5.7

     No tenía apariencia ni presencia (…). Eran nuestras dolencias las que llevada (…). Él soportó el castigo que trae le paz, y en sus cardenales hemos sido curados (…). Como un cordero llevado al matadero y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, él no abrió la boca.

Reflexión   María, con su Hijo en brazos ofrecía a su Hijo. Es la mujer oferente.
                   Ya lo hizo, anticipándose a este momento, en la Presentación.
                   El amor maternal de María no era posesivo, sino oblativo.
                   Ninguna ofrenda más santa y ninguna patena más limpia.
                   No entiende del todo por qué tenía que ser así, pero acepta la voluntad del Padre.
                   Es la Pietá, una de las estampas más piadosas de la cultura cristiana.
                   No se parecía en nada al niño que ella abrazaba en Belen o en Nazaret.
                   María lava con sus lágrimas el rostro y las llagas de su hijo.
                   Más aún, está metiendo dentro de sus entrañas las llagas de Jesús.

3.- VIRGEN DE LA SOLEDAD

Lectura de Juan 19, 41-42 (Sepultura de Jesús)     

     Cerca del lugar donde fue crucificado Jesús había un huerto y, en el huerto, un sepulcro nuevo en el que nadie había sido enterrado. Y allí, por razón de la proximidad del sepulcro, y además por ser la víspera de la fiesta, depositaron el cuerpo de Jesús.

Interiorización

     María penetró en el misterio de la soledad, uniéndose a su hijo Je­sús, cuan­do éste experimentaba el abandono del Padre: ¿Por qué me has abandonado?

     Esta angustia fue para Cristo como un infierno, porque destruía su identidad filial. Y algo así sucedió también María, destrozada cruelmente su maternidad, que era su verdadera ra­zón de ser. Aprendía así a ser madre de muchos hijos. La Virgen María aprendió a estar sola para que ya nadie se sintiera solo. María proyectará su presencia sobre todos los que sufren la herida dolorosa de la soledad.

Canto      Madre de los creyentes que siempre fuiste fiel.
                  danos tu confianza, danos tu fe;
                  danos tu confianza, danos tu fe.
                  Pasaste por el mundo en medio de tinieblas
                   sufriendo a cada paso la noche de la fe.
                   Sintiendo cada día la espada del silencio,
                   a oscuras padeciste el riesgo de creer.

 4.- MADRE DE LA PASCUA

     «Con razón piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres. La muerte vino por Eva, la vida por María» (Vaticano II, LG 56)

Interiorización

     El Sábado Santo es el día del silencio, el día de la soledad en que se gesta la vida.
     Jesús ha­bía hablado del gra­no de trigo que muere para granar la espiga.
     Cristo sepultado era el más hermoso grano de trigo. Al tercer día llegará la primavera.
     Él no sólo tenía vida, sino que era la Vida, y la vida no podía morir.
     El Sábado Santo es el gran día de la esperanza.  
     María vive en esperanza, es la Virgen de la esperanza.
     María espera, pero necesita vivir la espera.
     La esperanza aliviará el dolor, pero no quita la preocupación y la tensión.
     María espera con intensidad la resurrección de su hijo.
     A mayor deseo, mayor será la alegría pascual.
     María de la esperanza, Virgen de la espera: consuélanos y confórtanos.

Canto:       El Señor ha estado grande, a Jesús resucitó,
                   con María sus hermanos, entendieron qué pasó.
                   Como el viento que da vida, el Espíritu sopló,
                   y aquella fe incierta en firmeza se cambió.

                   Gloria al Señor, es nuestra esperanza,
                   y con María se hace vida su Palabra.
                   Gloria al Señor, porque en el silencio,
                   guardó la fe sencilla y grande con amor.

5.- CONCLUSIÓN

Oración  Madre y Señora nuestra, que permaneciste junto a la Cruz,
                   firme en la fe, unida a la Pasión de tu Hijo…
                   Ponemos en ti nuestra mirada y nuestro corazón.
                   Y aunque no somos dignos, te acogemos en nuestra casa,
                   como hizo el apóstol Juan, y te recibimos como Madre nuestra.
                   Te acompañamos en tu soledad y te ofrecemos nuestra compañía
                   para se­guir sosteniendo el dolor de tantos hermanos nuestros
                   que completan en su carne lo que falta a la pasión de Cristo.
                   Míralos con amor de madre, enjuga sus lagrimas, sana sus heridas
                   y acre­cienta su esperanza para que experimenten siempre que la Cruz
                   es el camino hacia la gloria, y la pasión, preludio de la resurrección».

Canto      Óyeme, te imploro con fe,
                   mi corazón en ti confía, Virgen María, sálvame
                   Virgen María, sálvame, sálvame.