Desempolvar la esperanza
Al escuchar toda esta serie de catástrofes anunciadas por Jesús (aunque esté utilizando un lenguaje simbólico propio del género literario llamado apocalíptico), uno cae en la cuenta de que precisamente en estos días que vivimos abundan situaciones y avisos de un tono similar al que usa Jesús.
+ Con motivo de la reciente Cumbre del Clima, y ya mucho antes, se nos viene avisando de las terribles consecuencias que tiene el cambio climático para la economía, para la salud, para la naturaleza, y en otros muchos aspectos (sequías, falta de agua potable, inundaciones…) aunque no parece que haya mucha intención por parte de los poderosos (y acaso tampoco en «los de a pie») de tomar las medidas adecuadas para evitar un desastre.
+ Estamos asistiendo a un gran cambio en el mundo laboral con el teletrabajo, con la mecanización de muchas tareas que sustituyen a los trabajadores, con la consiguiente reducción de puestos de trabajo, la dificultad para que los jóvenes se incorporen al mismo, o que los no tan jóvenes se adapten a las nuevas realidades profesionales, la desaparición de tantas empresas de toda la vida…
+ Estamos padeciendo una grave pandemia que no terminamos de controlar, que ha alterado muchas de nuestras costumbres, que se ha llevado a mucha gente por delante, que ha agrandado la brecha entre ricos y pobres (en poblaciones y entre países), la escasez de medicamentos, otras situaciones graves que se han descuidado «a cambio» como el hambre en el mundo y otras muchas enfermedades…
+ Nos hablan de que no están garantizadas las pensiones de ciertas franjas de edad. Tenemos un IPC disparado, escasez de recursos (chips, alimentos, productos varios…) y una crisis económica de la que aún no conocemos sus auténticas dimensiones…
+ Y el miedo, la angustia, la depresión, el estrés, los problemas de salud mental, los radicalismos políticos y los populismos, las xenofobias, etc están a la orden del día…
No hace falta seguir. Pero así es como nos encuentra este Adviento, que nos entra de la mano de San Lucas. Y son importantes y necesarias las palabras de Jesús: «Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación». Los discípulos de Jesús no somos catastrofistas. Menos aún «negacionistas» de estas realidades. Ni indiferentes ni conformistas ante ellas. En este tiempo nuevo de Adviento el Señor Jesús nos invita a recuperar la esperanza, a desempolvar la esperanza, a ofrecer al mundo motivos para la esperanza, que tiene como punto de partida el ser muy conscientes de la realidad y estar atentos a ella. Y mirarlo todo con la confianza y la valentía y la fortaleza que nos vienen de la fe. ¿Cómo? Aprovecho algunas ideas de James Keller, fundador de los Cristóforos….
– La esperanza empieza por encontrar el bien que hay en los demás (tantas personas buenas), en lugar de hurgar y revolver en lo negativo. Así nos lo indica san Pablo (Rm 8, 28): «Sabemos, además, que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman».
– Como nos dicen los profetas: «hay brotes» en el viejo tronco. Hay novedades, la vida siempre lucha por salir adelante. Atentos, pues, a esos brotes en nuestra vida, en nosotros, en la Iglesia y en nuestro mundo. Es una buena actividad para el Adviento: ir tomando nota de esos «brotes» y orar con ellos.
– La esperanza abre puertas allí donde la desesperación las cierra. Invita a levantar la cabeza y mirar más arriba, más lejos, más adentro. Y mejor si miramos con otros. La esperanza nos descubre lo que puede hacerse, porque siempre se puede hacer algo, en lugar de lamentarse o protestar por lo que no depende de nosotros. Quejarse, buscar culpables, echar balones fuera, sentirse derrotados… no está en el diccionario de la esperanza.
– La esperanza recibe su potencia de la profunda confianza en el Dios de la Pascua y en la fundamental bondad humana que Dios sembró en cada uno.
La esperanza enciende una vela en la oscuridad. La Luz de Dios irrumpió en medio de la noche de Navidad, y convirtió la noche del Viernes Santo en mañana luminosa.
– La esperanza considera los grandes y pequeños problemas de la vida como oportunidades, como retos, como invitaciones al cambio. La esperanza se propone a veces grandes ideales y metas, pero también pequeños cambios y objetivos. Qué pequeña era la niña María, qué poca cosa era José. Y qué minúsculo el Niño. Pero lo cambiaron tanto todo…
– La esperanza no se rinde por las repetidas dificultades y derrotas, empuja hacia delante cuando la tentación sería abandonar y pasar de todo. Y se alegra con las pequeñas victorias, sabiendo que aún queda camino por delante. La esperanza sabe que a veces toca perder pero se fundamenta en la certeza divina de la victoria final. Todo está en las manos de Dios. El mundo, la Iglesia y también yo.
Y como todo está en sus manos, se trata de renovar, refrescar, buscar, abrazar, poner como centro, como referencia, como cimiento de nuestra vida al Señor. Porque la esperanza sabe que, pase lo que pase, el Señor va con nosotros (Emmanuel). No hace que desaparezcan las dificultades, pero sí que ayuda a que no nos derroten ni destruyan. Jesús fue capaz de atravesar el camino de la cruz, del fracaso, del rechazo, de la oscuridad… de la mano de la esperanza. Porque su esperanza se llamaba «Abba, Padre Dios».
Algunas pistas más concretas:
– Podemos comenzar por cuidar nuestra relación personal con Dios. El Adviento es una llamada a tomarnos en serio, a cuidar, a renovar, a fortalecer nuestra oración personal, porque es el Señor la fuente de nuestra esperanza. Una oración que nos ayude a encontrarle ya presente, porque vino y se quedó para siempre, «hasta el fin del mundo». Guardarnos tiempos para estar con él. Solos, y en comunidad creyente. Qué acertados los apóstoles que, cuando les faltó el Señor y todo eran miedos y dudas… permanecieron juntos en oración. La oración y la liturgia bien vividas nos acercan al otro, nos hacen más hermanos… Nos lo ha recordado San Pablo: «Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos».
– Además tengamos en cuenta la advertencia del Evangelio: Tened cuidado, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida. Tened cuidado de todo lo que nos «embote», anestesie, distraiga o evada de la realidad cotidiana: pueden ser las compras sin medida ni discernimiento, pueden ser las nuevas tecnologías, las redes sociales, pueden ser las evasiones de todo tipo (evadirse significa huir): cada cual ponga nombre a las suyas. Y por lo tanto, al revés: prestar atención a las personas. Dice el Papa Francisco: «Demasiadas personas cruzan nuestras existencias mientras están desesperadas (y enumera unos cuantos grupos de éstas). Son rostros e historias que nos interpelan: no podemos permanecer indiferentes, están crucificados y esperan la resurrección. Que la fantasía del Espíritu nos ayude a no dejar nada por hacer para que sus legítimas esperanzas se hagan realidad».
– Y en este tiempo sinodal, la esperanza que está siempre en movimiento, pasa también por las comunidades cristianas, hijas de la resurrección, que salen, anuncian, comparten, soportan y luchan por construir el Reino de Dios. Necesitamos mirar con esperanza a nuestra Iglesia, a nuestras parroquias y comunidades cristianas: necesitamos una conversión profunda que nos haga más misioneros, más en comunión, más implicados, más participativos, más valientes, más corresponsables, más renovadores e innovadores. ¿Qué aporto yo y qué aportamos como comunidad a la necesaria transformación que nos piden los signos de los tiempos?
«Discernir» o valorar es palabra importante. Estar atentos es palabra importante. Buscar la serenidad entre tantas inquietudes es palabra importante.
Conclusión: desempolvar y regar la ESPERANZA. Cuidar, mejorar, tomarnos más en serio la ORACIÓN personal y comunitaria y las relaciones personales y eclesiales (AMOR MUTUO). Y TENER CUIDADO con lo que pueda embotarnos, asustarnos, evadirnos. Tarea de Adviento y de cada día de nuestra vida.
Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen Superior de https://brunei.desertcart.com, inferior de Muxotepotolobat



Pero «para la fe cristiana la Verdad no es algo, sino Alguien en quien permanecer; no es algo que poseer, sino Alguien a quien acoger; no es algo que elegir, sino Alguien que ha hecho una elección por nosotros, y que cada uno puede, o no, aceptar. Reconocer la Verdad es expresión y consecuencia de una relación, más que un ejercicio de reflexión» (Santiago García Mourelo).
Recuerdo todavía lo que me impresionó y me hizo pensar la película «Mi vida sin mí», de Isabel Coixet, (2003): Su protagonista, Ann tiene 23 años, dos hijas, un marido que pasa más tiempo en paro que trabajando, una madre que odia al mundo, un padre que lleva 10 años en la cárcel, un trabajo como limpiadora nocturna en una universidad a la que nunca podrá asistir durante el día… Vive en una caravana en el jardín de su madre, en las afueras de Vancouver. Esta existencia gris cambia completamente tras un reconocimiento médico, en el que le anuncian su muerte inminente. Desde ese día, paradójicamente, Ann observa la realidad con pupilas dilatadas, como si lo viera todo por vez primera, o como si todo se fuera a desintegrar en el instante siguiente y descubre el placer de vivir, guiada por un impulso vital: elaborar una lista de cosas que quiere hacer antes de morir. Pero Ann ahora tratará de ver a sus padres, a su marido y a sus hijas fijándose en lo mejor de ellos, y les dejará en herencia palabras esperanzadoras, a través de unas cartas póstumas.
Cuando uno se sienta en cualquier sitio -en el andén del metro, en un banco de la calle, ante la pantalla de un televisor o a la pueta de la iglesia, o cuando hojea las revistas y periódicos, las páginas web…- y presta atención a la gente, anda mirando «con otros ojos»: Si hay alguien conocido, si es guapo/a, si tiene buen cuerpo, si tiene muchos fans y seguidores en las Redes, si tendrá una buena preparación (incluso si sus títulos y estudios serán auténticos), si sabrá hacer algo realmente meritorio aparte de hacer declaraciones estruendosas para salir en los titulares, si tendrá algo que esconder, si se cuenta algún rumor morboso…
No, ella no sacó un granito de trigo de su saco, porque no tenía saco. Y entregó sus dos últimos céntimos. Seguramente, si aquella buena mujer hubiera podido escuchar las palabras de Jesús, se habría quedado sorprendida: «Si yo sólo he dado un par de moneditas, y porque no tengo más… ».
¡Escucha, Israel. Escucha, pueblo de Dios, escucha bautizado!
Jesús unió inseparablemente el amor de Dios y al prójimo en un solo mandamiento. Y el modo de comprobar que amamos a Dios como único Dios, por encima de todas las cosas es el amor al prójimo. No es posible amar a Dios… si nos desentendemos de los que él ama más: de cada hijo/hermano sin exclusión. El amor, los demás, y el mundo creado son temas principales para revisar nuestra conciencia y crecer, procurando concretar: ¿A quién, cómo y cuándo debo expresar mejor mi amor (y mi escucha)?
Todo lo que los evangelistas recogieron, elaboraron y redactaron de la vida de Jesús no tiene como fin «informarnos» de lo que pasó (como haría, por ejemplo un periodista), sino ayudarnos a leer nuestra realidad de hoy para iluminarla. Es decir: este relato tiene que ver conmigo, está pensado para mí, quiere decirme algo para mi vida, espera dialogar conmigo y ayudarme a cambiar en algo. Y debemos leerlo partiendo de nuestras circunstancias concretas.
– El primer conflicto serio de la Iglesia tuvo lugar ante los propios ojos de Jesús: dos de sus discípulos contra diez, y diez contra dos . El motivo no fue una discusión teológica o el rechazo de algún dogma, sino la ambición de poder, la lucha por los primeros puestos. Fue el comienzo de una dolorosa y repetida historia de división y conflictos, a menudo desencadenados por rivalidades y envidias. Cuando alguien quiere dominar, imponerse sobre los demás, el grupo se desmorona: nacen enfrentamientos, con una violencia más o menos explícita, y muchos terminan optando por la pasividad o la indiferencia o el alejamiento de la Iglesia.
– El Papa Francisco ha recordado varias veces que el Pueblo de Dios está constituido por todos los bautizados, llamados a un sacerdocio santo. Y que «todo Bautizado, cualquiera que sea su función en la Iglesia y su grado de instrucción de su fe, es un sujeto activo de evangelización y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores cualificados, en el cual el resto del Pueblo fiel sería solamente receptivo de sus acciones». También el Pueblo posee un «instinto» propio para discernir los nuevos caminos que el Señor abre a la Iglesia. Por eso, el pasado día 10 de Octubre, dio comienzo en Roma el «Sínodo sobre la Sinodalidad», en el que (por primera vez en la historia de la Iglesia) quiere contar con las aportaciones de todos los bautizados. En los próximos días dará comienzo la «fase diocesana» en el reto de la Iglesia.
– El Sínodo nos ofrece una gran oportunidad para una conversión pastoral en clave misionera y también ecuménica, pero no está exento de algunos riesgos. Y cita tres de ellos:
Desde que el hombre es hombre, ha experimentado la necesidad de ir más allá de una vida que parece terminarse con la muerte: la «vida eterna». Porque entonces: ¿Qué más da lo que uno consigue tener, o hacer en esta vida… si todo se acaba?
Aquel buen hombre -Marcos no nos ha indicado que sea «joven»- era alguien «piadoso y devoto». Buena persona, podríamos decir. Honestamente reconocía que a pesar de todo lo que tenía y hacía… quedaba dentro de su corazón una poderosa inquietud. Lo que quizá no sabía es lo peligroso que es hacerle preguntas tan directas a Jesús.
Aquel hombre debió sentirse orgulloso de sí mismo, porque todo eso lo había vivido desde pequeño. No es tan difícil cumplirlos: La gran mayoría de los hombres (y de los creyentes), los cumplen suficientemente. Pero eso es Moisés, el Antiguo Testamento. El discípulo de Jesús, el que quiere entrar en el Reino tiene aquí un punto de partida, el comienzo de «otra cosa» mucho mejor y más plena. Y Jesús le da una vuelta de tuerca con tres imperativos: vende, dale, sígueme. Es como si dijera: «Una cosa te falta»: «¿Por qué no dejas de estar centrado en los cumplimientos, en los mandamientos, en tu esfuerzo por ser «don perfecto», en «conseguir», alcanzar, heredar, tener…? Todo eso te hace sentirte muy satisfecho de ti mismo (la verdad es que no tanto, vista su inquietud), y sobre todo te pones a ti en el centro de todo. Pero no eres libre y no tienes lleno el corazón.