UNA BODA EXCEPCIONAL

Curiosa retransmisión de una boda la que nos encontramos nada más comenzar el cuarto Evangelio. Si esta descripción la hubiese hecho alguno de los periodistas de la prensa del corazón, no habría durado demasiado en su puesto de trabajo. Veamos:
– No tenemos ni idea de quiénes son los que se casan. El novio, propiamente, sólo «sale» en las fotos una vez: cuando le están dando la enhorabuena por el vino bueno que ha mandado servir… a pesar de que él no ha tenido nada que ver. Y no responde nada al respecto.
– Con lo bien que se suelen preparar las bodas, ya es raro que se acabe el vino a mitad de la fiesta. Un inexplicable descuido que podría estropearlo todo.
– Sorprende que sea una de las invitadas quien se dé cuenta, y se ponga a dar instrucciones. No consta que fuera pariente de los novios. Sin embargo, es ella la que intenta resolver semejante contratiempo. Y no lo hace dirigiéndose a los novios ni a los responsables de aquel banquete, sino que acude a su Hijo, y luego da órdenes a los camareros/sirvientes, que por cierto la obedecen.
– Tampoco sabemos qué pintan allí tantas tinajas vacías (seis) tan grandes (de unos 100 litros cada una), y además especificando que son «de piedra» (no es un material muy manejable, ni frecuente para hacer vasijas de ese tamaño).
– El cuarto Evangelio sólo nos narra «7» milagros (por usar mejor la palabra, «signos»), y éste es el primero. Lo debe considerar, por tanto, muy importante. Pero no deja de resultar desconcertante que un acontecimiento tan milagroso y espectacular como éste, sólo nos lo haya contado uno de los apóstoles, cuando dice el texto que «estaban todos allí».
Cualquiera puede caer en la cuenta de que este «signo» no encaja en el «estilo» de los milagros que conocemos de Jesús: No es una curación, ni una multiplicación de panes para gente hambrienta… Como uno de mis alumnos comentaba espontáneamente: «¿Jesús facilitando que la gente siga bebiendo en medio de una juerga? No me pega».
– Tampoco es muy comprensible la contestación que Jesús da a su Madre: Primero por llamarla «mujer» (tan inusual en su cultura, como en la nuestra), y luego por lo que le dice: «Déjame, no ha llegado mi hora. ¿A ti y a mí qué nos va en este asunto?». Otros traducen «¿qué tienes que ver tú conmigo?».
Y esto de «la Hora» también tiene su «misterio», porque este Evangelio reserva esta expresión para hablar de la hora de la muerte de Jesús, de su Pascua. ¿A qué viene mencionarla ahora, qué tiene que ver la escasez de vino con la «Hora»?
Todo esto ha hecho pensar a biblistas y teólogos que esta historia es algo más que un «milagro» de Jesús, y que esta boda tiene algo especial, excepcional. Buscando explicaciones a tantas preguntas, comprenden que San Juan quiere decir algo importante, al situar esta boda como pórtico de la tarea misionera de Jesús, como el primero de sus «signos» (siete en total), y que está estrechamente relacionado con su «Hora» y con la Cena Eucarística (el Vino).
Para responder a algunas de estas cuestiones, los profetas del Antiguo Testamento resutan de gran ayuda. Ellos nos han ido presentando el compromiso y la relación de Dios con la Humanidad a través del símbolo del matrimonio. No otra cosa significa la «Alianza». Esa misma que Jesús instaurará cuando llegue su «Hora», esa alianza nueva y eterna que se renueva en cada Eucaristía.
Por otra parte, su Madre, como miembro del pueblo de Dios, constata una realidad y la convierte en oración: Hace tiempo que se les ha acabado el «vino». En toda la escritura el vino es símbolo del amor, de la amistad, de la alegría, del Espíritu. Israel ya no tiene nada de eso: sólo les quedan vasijas vacías (aquellos ritos religiosos que ya no dicen nada a nadie), y aquellos Mandamientos esculpidos en piedra se han quedado en eso, «en piedra»: Enormes vasijas de piedra vacías. La madre de Jesús aparece como portavoz de Israel, del pueblo fiel que aún confía en Dios, y se dirige al único que puede hacer que las cosas cambien radicalmente. Estaba ya profetizada una futura alianza nueva de amor, escrita en los corazones (Ezequiel). Para que sea posible hay que hacer lo que él os diga. El resto del Evangelio irá concretando qué es eso que hay que hacer.
¿Y todo esto qué nos dice a nosotros hoy?
Seguramente necesitamos que María, la nueva «Mujer», la nueva Eva, La Hija de SIón, el nuevo Pueblo de Dios, nos haga caer en la cuenta de nuestro inmenso vacío, de nuestras grandes tinajas vacías de amor, de esperanza, de sentido, de fe madurada … aunque andemos (distraídos) con nuestras fiestas, con nuestras ocupaciones, con nuestras cosas de cada día… Que nos ayude a ver y actuar con esa gran parte de la humanidad que se ha quedado sin «vino»… porque unos pocos nos lo estamos bebiendo todo.
Y, sobre todo, necesitamos la valentía de buscar en Jesús, en lo que Él nos dijo, nos dice y nos pueda decir… el modo eficaz de cambiar radicalmente todo: Nuestra religión (todavía demasiadas normas, cumplimientos, obligaciones…), nuestras relaciones familiares, las estructuras sociales y económicas, ¡y políticas!
La carta de San Pablo de hoy nos viene muy bien para todo esto que comentamos: El Espíritu, también simbolizado en la Biblia por el vino, y que hace posible la alianza nueva y eterna de Dios con sus discípulos… hace surgir los ministerios, los carismas, las capacidades necesarias para construir el mundo nuevo, para ponerse al servicio de los muchos que no tienen nada o casi nada. Nadie puede excusarse diciendo que no sabe qué hacer, o que no puede hacer nada… porque el Espíritu no deja a nadie sin algún don para construir la comunidad y el Reino.
Ponerse a disposición de la Comunidad, de los hermanos, es la condición y la consecuencia de celebrar la Eucaristía, sellando la Alianza Nueva y Eterna de Jesús, el Novio, que al llegar su Hora nos brindó y nos brinda a sus discípulos, el poder comprometernos en «amar como él nos amó», en ser uno, en lavarnos los pies mutuamente… Y quien bebe su Sangre (sella su alianza de bodas), tendrá vida eterna.
Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen Superior: Bajorrelieve Religiosas de San Bruno del Monasterio de Belén
Imagen inferior: Icono copto Rania Kuhn


Pero «para la fe cristiana la Verdad no es algo, sino Alguien en quien permanecer; no es algo que poseer, sino Alguien a quien acoger; no es algo que elegir, sino Alguien que ha hecho una elección por nosotros, y que cada uno puede, o no, aceptar. Reconocer la Verdad es expresión y consecuencia de una relación, más que un ejercicio de reflexión» (Santiago García Mourelo).
Recuerdo todavía lo que me impresionó y me hizo pensar la película «Mi vida sin mí», de Isabel Coixet, (2003): Su protagonista, Ann tiene 23 años, dos hijas, un marido que pasa más tiempo en paro que trabajando, una madre que odia al mundo, un padre que lleva 10 años en la cárcel, un trabajo como limpiadora nocturna en una universidad a la que nunca podrá asistir durante el día… Vive en una caravana en el jardín de su madre, en las afueras de Vancouver. Esta existencia gris cambia completamente tras un reconocimiento médico, en el que le anuncian su muerte inminente. Desde ese día, paradójicamente, Ann observa la realidad con pupilas dilatadas, como si lo viera todo por vez primera, o como si todo se fuera a desintegrar en el instante siguiente y descubre el placer de vivir, guiada por un impulso vital: elaborar una lista de cosas que quiere hacer antes de morir. Pero Ann ahora tratará de ver a sus padres, a su marido y a sus hijas fijándose en lo mejor de ellos, y les dejará en herencia palabras esperanzadoras, a través de unas cartas póstumas.
Cuando uno se sienta en cualquier sitio -en el andén del metro, en un banco de la calle, ante la pantalla de un televisor o a la pueta de la iglesia, o cuando hojea las revistas y periódicos, las páginas web…- y presta atención a la gente, anda mirando «con otros ojos»: Si hay alguien conocido, si es guapo/a, si tiene buen cuerpo, si tiene muchos fans y seguidores en las Redes, si tendrá una buena preparación (incluso si sus títulos y estudios serán auténticos), si sabrá hacer algo realmente meritorio aparte de hacer declaraciones estruendosas para salir en los titulares, si tendrá algo que esconder, si se cuenta algún rumor morboso…
No, ella no sacó un granito de trigo de su saco, porque no tenía saco. Y entregó sus dos últimos céntimos. Seguramente, si aquella buena mujer hubiera podido escuchar las palabras de Jesús, se habría quedado sorprendida: «Si yo sólo he dado un par de moneditas, y porque no tengo más… ».
¡Escucha, Israel. Escucha, pueblo de Dios, escucha bautizado!
Jesús unió inseparablemente el amor de Dios y al prójimo en un solo mandamiento. Y el modo de comprobar que amamos a Dios como único Dios, por encima de todas las cosas es el amor al prójimo. No es posible amar a Dios… si nos desentendemos de los que él ama más: de cada hijo/hermano sin exclusión. El amor, los demás, y el mundo creado son temas principales para revisar nuestra conciencia y crecer, procurando concretar: ¿A quién, cómo y cuándo debo expresar mejor mi amor (y mi escucha)?
Todo lo que los evangelistas recogieron, elaboraron y redactaron de la vida de Jesús no tiene como fin «informarnos» de lo que pasó (como haría, por ejemplo un periodista), sino ayudarnos a leer nuestra realidad de hoy para iluminarla. Es decir: este relato tiene que ver conmigo, está pensado para mí, quiere decirme algo para mi vida, espera dialogar conmigo y ayudarme a cambiar en algo. Y debemos leerlo partiendo de nuestras circunstancias concretas.
– El primer conflicto serio de la Iglesia tuvo lugar ante los propios ojos de Jesús: dos de sus discípulos contra diez, y diez contra dos . El motivo no fue una discusión teológica o el rechazo de algún dogma, sino la ambición de poder, la lucha por los primeros puestos. Fue el comienzo de una dolorosa y repetida historia de división y conflictos, a menudo desencadenados por rivalidades y envidias. Cuando alguien quiere dominar, imponerse sobre los demás, el grupo se desmorona: nacen enfrentamientos, con una violencia más o menos explícita, y muchos terminan optando por la pasividad o la indiferencia o el alejamiento de la Iglesia.
– El Papa Francisco ha recordado varias veces que el Pueblo de Dios está constituido por todos los bautizados, llamados a un sacerdocio santo. Y que «todo Bautizado, cualquiera que sea su función en la Iglesia y su grado de instrucción de su fe, es un sujeto activo de evangelización y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores cualificados, en el cual el resto del Pueblo fiel sería solamente receptivo de sus acciones». También el Pueblo posee un «instinto» propio para discernir los nuevos caminos que el Señor abre a la Iglesia. Por eso, el pasado día 10 de Octubre, dio comienzo en Roma el «Sínodo sobre la Sinodalidad», en el que (por primera vez en la historia de la Iglesia) quiere contar con las aportaciones de todos los bautizados. En los próximos días dará comienzo la «fase diocesana» en el reto de la Iglesia.
– El Sínodo nos ofrece una gran oportunidad para una conversión pastoral en clave misionera y también ecuménica, pero no está exento de algunos riesgos. Y cita tres de ellos:
Desde que el hombre es hombre, ha experimentado la necesidad de ir más allá de una vida que parece terminarse con la muerte: la «vida eterna». Porque entonces: ¿Qué más da lo que uno consigue tener, o hacer en esta vida… si todo se acaba?
Aquel buen hombre -Marcos no nos ha indicado que sea «joven»- era alguien «piadoso y devoto». Buena persona, podríamos decir. Honestamente reconocía que a pesar de todo lo que tenía y hacía… quedaba dentro de su corazón una poderosa inquietud. Lo que quizá no sabía es lo peligroso que es hacerle preguntas tan directas a Jesús.
Aquel hombre debió sentirse orgulloso de sí mismo, porque todo eso lo había vivido desde pequeño. No es tan difícil cumplirlos: La gran mayoría de los hombres (y de los creyentes), los cumplen suficientemente. Pero eso es Moisés, el Antiguo Testamento. El discípulo de Jesús, el que quiere entrar en el Reino tiene aquí un punto de partida, el comienzo de «otra cosa» mucho mejor y más plena. Y Jesús le da una vuelta de tuerca con tres imperativos: vende, dale, sígueme. Es como si dijera: «Una cosa te falta»: «¿Por qué no dejas de estar centrado en los cumplimientos, en los mandamientos, en tu esfuerzo por ser «don perfecto», en «conseguir», alcanzar, heredar, tener…? Todo eso te hace sentirte muy satisfecho de ti mismo (la verdad es que no tanto, vista su inquietud), y sobre todo te pones a ti en el centro de todo. Pero no eres libre y no tienes lleno el corazón.
• En tiempos de Jesús era pacíficamente admitida una Ley de divorcio, recogida en la Ley de Moisés. Aunque había distintas interpretaciones sobre los motivos que podían llevar al «varón» a «despachar» de casa a su mujer. O sea: había divorcio, y además se entendía el matrimonio como un asunto «desigual» entre el hombre y la mujer, a favor del varón, claro.
El problema es que “no es de los nuestros”. No forma parte de nuestro grupo, dice el apóstol. Literalmente traducido: «no nos sigue a nosotros». Así que lo que les inquieta no es si “está o no con Jesús”, sino que “no está con nosotros”. Tampoco importa que “haga milagros”, “eche demonios”, “luche por la liberación de los demás”. Todo eso tiene poco valor para ellos. Lo que les importa es que “no es de nuestro equipo”, “no es de nuestro partido”, “no es de nuestra mentalidad”, “no habla nuestra lengua”, “no es de nuestro color”, “no es de nuestra clase social”, “no tiene nuestra religión”…
Otra advertencia importante de Jesús tiene que ver con el «escándalo». En la Biblia el «escándalo» no indica un mal ejemplo o un hecho indignante, sino una «trampa», algo que hace tropezar. A Jesús lo tacharon de escándalo sus adversarios, porque sus enseñanzas les descolocaban, les hacían dudar, les perturbaban. Aquí Jesús piensa en los que obstaculizan la fidelidad a él y a su palabra, hacen caer en el pecado, apartan a alguien de la fe, no le dejan «entrar en la vida». Los “pequeños” que creen en Jesús, son los miembros más débiles de la comunidad. Y también lo que a uno mismo le hace tropezar, caer, perderse.