DOMINGO DE PENTECOSTÉS. CICLO A

¡EL ESPÍRITU SOBRE TODA CARNE!

Pentecostés es la fiesta de todos. Es la fiesta del mundo. El Espíritu se derrama sobre toda carne, como regalo de Dios Padre y de Jesús resucitado a la humanidad, a la tierra, a toda la creación. El Espíritu es enviado para renovar la faz de la tierra.
Dividiré esta breve homilía en cuatro partes:

  • 1) La fiesta del Espíritu;
  • 2) las lenguas del Espíritu;
  • 3) La revolución de Pentecostés;
  • 4) alternativas para la comunión de los diversos.

La fiesta del Espíritu

En la escena de Pentecostés se aprecia cómo el Espíritu desciende sobre los Doce, pero también… sobre las mujeres, sobre los familiares de Jesús. 
Cuando abandonando el Cenáculo, salen a las plazas, Pedro, como el gran portavoz de la comunidad, comunica a todo el mundo la gran noticia. Pero lo hace no con sus propias palabras, sino evocando las palabras del profeta Joel: 

El Espíritu se ha derramado sobre toda carne: ancianos, jóvenes, hombres y mujeres… 

La expresión “toda carne” hace referencia a la totalidad de los seres vivientes. ¡Qué maravilla! Para Pedro ¡sobre toda la creación se derrama el Espíritu y se convierte así en “santuario” del Espíritu de Dios. Ya lo había proclamado ante el Sanedrín el intrépido joven helenista Esteban: “El Altísimo no habita en casas construidas por manos de hombre” (Hech 7,48)

La presencia del Espíritu no está circunscrita a lugares o personas determinadas. El Espíritu está por doquier: en todo pueblo, en toda religión, en todo ser humano, en toda criatura. Hoy es la fiesta de la presencia del Espíritu en toda carne.  

Las lenguas del Espíritu

Pentecostés es un acontecimiento lingüístico. El único fuego se esparce en llamas. El único mensaje se expresa en todas las lenguas, en todas las culturas. El autor de los Hechos menciona a personas de 17 países que escuchan la voz del Evangelio en sus propias lenguas: 

  • partos, medos, elamitas;
  • habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene,
  • forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes.

El Espíritu habla todas las lenguas del mundo y en ellas se expresa. No tiene barreras que le impidan hacerse presente.

La revolución de Pentecostés

Se acabó el sueño de una iglesia meramente “judía”. Se acabó el proyecto de una iglesia dominada solo por una cultura, una lengua, un estilo. Con Pentecostés se hace realidad el sueño de una Iglesia católica. En ella, cualquier pueblo se siente “en casa”: no necesita pagar peajes culturales, ni renunciar a su lengua y lenguaje. ¡Nadie, nadie, debe ser excluido!
Hay que estar muy atento para no apagar las llamaradas del Espíritu. Así nos lo pidió Pablo: “no apaguéis el Espíritu” (1 Tes 5,19) y también…: “no entristezcáis al Espíritu Santo de Dios” (Ef 4,30).

Alternativas para la comunión de los diversos

Lo que caracteriza al Espíritu Santo es su capacidad de expresarse en lo diverso. Es como el agua que todo lo humedece. Como el fuego que todo lo enciende. Como el aire que penetra por cualquier resquicio.
El Espíritu de Dios es uno solo y es amor. Los malos espíritus son “legión” y generan división, enfrentamiento y odio.
Los caminos que el Espíritu ofrece articulan lo diverso: el Espíritu es abre-caminos. Las prohibiciones son cierra-caminos. Las prohibiciones sirven de poco, si no ofrecen caminos alternativos. Los líderes con Espíritu siempre encuentran alternativas. 

Conclusión

Hoy, Pentecostés, exclamamos: “Veni Sancte Spiritus”. Nos disponemos a acoger el gran regalo de Dios Padre y de Jesús resucitado. Y ese regalo tan personal lo comparamos al fuego, al torrente, al viento huracanado, al amor apasionado, a la capacidad creadora, a la belleza embellecedora, al toque delicado que a vida eterna sabe. “Quien al Espíritu tiene, nada le falta. Sólo el Espíritu de Dios… basta”.Pentecostés no aconteció sólo hace 2.000 años. “Todos los días es Pentecostés” (Orígenes).

José Cristo Rey García Paredes, CMF

 

VII DOMINGO DE PASCUA. DOMINGO DE LA ASCENSIÓN. CICLO A

LOS CUARENTA DÍAS Y LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

La ascensión de Jesús al cielo no aconteció inmediatamente después de la Resurrección del Señor. El evangelista san Lucas nos transmitió una visión de conjunto de todo lo que sucedió en aquellos misteriosos cuarenta días: las sorprendentes apariciones de Jesús, individuales y colectivas y la promesa de una nueva fase en la historia de la humanidad: el Envío, la Misión del Espíritu Santo.
Dividiremos esta homilía en tres partes:
  • “Mientras comían juntos”
  • Enviados a todas las etnias
  • Conocerlo: ¡qué gracia tan inmensa!

“Mientras comían juntos”

Pero quizá lo más llamativo, con lo que inicia su relato de los Hechos, fue, que “mientras comían juntos, Jesús se les apareció y les pidió que no se alejasen de Jerusalén”.
Jesús resucitado no desapareció definitivamente de la vida de sus discípulos y discípulas. El evangelista Lucas, autor también de los Hechos de los Apóstoles, nos dice que permaneció un tiempo “dando instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo”. Y añade que se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios”.
Durante los cuarenta días transcurridos entre la Resurrección de Jesús y su ascensión al cielo hubo encuentros de una extraordinaria intimidad entre Jesús resucitado y sus discípulos: Jesús les hablaba del Reino de Dios y les hacía comprender lo que hasta aquel momento había sido incapaces de entender.

No obstante, Jesús no respondió a una de sus inquietudes políticas: ¿cuándo vas a restaurar el reino de Israel? Para ellos sólo esta restauración llevaría a cumplimiento la misión de Jesús en la tierra. Sin embargo, Jesús les dijo que todavía quedaba pendiente algo muy importante: la venida y la Misión del Espíritu santo.
Dicho esto, Jesús desapareció de su vista. Entró en el Misterio de Dios Padre. El Espíritu Santo abrirá una nueva etapa: el Espíritu, derramado sobre ellos, los convertirá en testigos de Jesús para todo el mundo…. hasta los confines de la tierra.

Enviados a todas las etnias

Cuando la comunidad primera se despide de Jesús, recibe de él una misión: Jesús la llama, la consagra, la envía. Entre algunos miembros de la comunidad surgen dudas e incredulidad. Poco a poco se van superando los recelos. Jesús resucitado ha recibido de Dios Abbá todos los poderes, en el cielo y en la tierra: quienes le van a conquistar el mundo no son sus discípulos, sino Él mismo por medio de su Espíritu ¡Es el Señor de cielo y tierra!
Los discípulos, llamados por Jesús y enviados por Él, no hemos de temer. Él está con nosotros todos los días. Su ascensión le ha conferido todo el poder. Ese poder santo, recibido del Abbá, no lo ha separado ¡ni mucho menos! de nosotros.

¡Conocerlo! ¡Qué gracia tan inmensa!

El mensaje de la segunda lectura de la carta a los Efesios puede resumirse en tres palabras: esperanza, gloria y poder.

  • Esperanza: la ascensión de Jesús al cielo nos invita a abrir los ojos del corazón, a no temer, ni deprimirnos: no fracasaremos; se nos concederá el éxito más insospechado.
  • Gloria: nos ha sido concedida como herencia la Gloria: es decir una vida esplendorosa, llena de Belleza, e invadida por la Belleza infinita de Dios. 
  • Poder: Dios va a desplegar a favor nuestro todo su poder. La resurrección de Jesús fue el comienzo… pero continuará también en nosotros. 

Jesús subió al cielo. Allí tenemos también nuestra morada. Aquí en la tierra, seamos testigos de la esperanza y cómplices del Espíritu Santo que nos es enviado.

José Cristo Rey García Paredes, CMF

VI DOMINGO DE PASCUA. CICLO A

EL GRAN “PORQUÉ” DEL SEGUIMIENTO DE JESÚS 

Después de escuchar el Evangelio de este domingo podemos quedar sorprendidos, como lo quedaron sus discípulos de Jesús, cuando en la última Cena les dijo: “Os conviene que yo me vaya”. Jesús se fue tras una corta vida de treinta y tantos años y un cortísimo tiempo de ministerio profético: tres años. Jesús nos dejó. Han pasado ya muchísimos años desde que esto aconteció.Sin Jesús constituiríamos un grupo inmenso de discípulos huérfanos, sin nuestro Maestro. Pero la Promesa de Jesús fue sorprendente: ¡No os dejaré huérfanos! ¡Volveré a vosotros! Pero ¿cómo?
Dividiré esta homilía en cuatro partes:

  • “Yo sigo viviendo” -dice Jesús-.
  • “No os dejaré huérfanos” – Su gran Promesa
  • Oraron para que recibieran el Espíritu Santo
  • Y si alguien te pregunta, ¿por qué eres cristiano?

1.   “Yo sigo viviendo” -dice Jesús-

Lo primero que Jesús dijo a sus discípulos fue: “Yo no estoy acabado”. El fin de Jesús no fue su fin, sino el comienzo de su invisibilidad: “el mundo no me verá”. 
Jesús, el Hijo, encontrará su estado definitivo: ¡estar con el Padre! Porque “ir al Padre era toda su añoranza, mientras estuvo en la tierra”. Y lo que caracteriza al Padre es, sobre todo, que es Amor: “Yo estoy en mi Padre”.  Impregnado del amor del Padre, también Jesús se llevará consigo a “los suyos”: “Y vosotros estaréis en mí y yo en vosotros”.

2.   ¡No os dejaré huérfanos! Su gran promesa

La ausencia de Jesús será compensada con el don de “otro Paráclito”. Sólo 5 veces aparece este término en los escritos de Juan. “Paráclito” significa “abogado”, “consejero, “el que ayuda”. Paráclito fue Jesús para sus discípulos mientras estuvo aquí en la tierra. 
Pero, al irse, nos prometió el envío de “otro paráclito”, es decir, otro defensor, otro abogado, otro consejero. Y ese paráclito prometido es el Espíritu Santo. Por eso, no quedaremos “huérfanos”, no echaremos en falta la ausencia de Jesús.  El Espíritu Santo nos hará comprender dónde está Jesús: ¡con el Padre! Y el Espíritu Santo cuidará de nosotros. 

3.   Oraron para que recibieran el Espíritu Santo

La primera lectura nos relata hoy un hecho sorprendente. Uno de los siete diáconos griegos, elegidos por los apóstoles, Felipe se desplazó a Samaría y allí comenzó a predicar sobre Jesús. Llevó la alegría a la ciudad. Acontecían hechos milagrosos. 
A los apóstoles, que estaban en Jerusalén les pareció muy extraño que los samaritanos -a quienes consideraban herejes- se hubieran convertido a Jesús y se hubieran hecho bautizar. Pedro y Juan fueron a Samaría y llevaron a quienes habían sido bautizados algo que todavía les faltaba: que recibieran el Espíritu Santo a través de su oración y de la imposición de sus manos.  

4.   Y si alguien te pregunta: ¿por qué eres cristiano?

Muchos saben que quienes aquí estamos reunidos este domingo, somos cristianos. Muchos menos saben “cómo” estamos siendo cristianos. Pero, ¿quién de nosotros sería capaz de explicar a los demás “porqué soy cristiano”?
La segunda lectura de este domingo nos invita a ofrecer la respuesta a ese ¿porqué? Y añade: “hacedlo con delicadeza y con respeto”. La respuesta nos la ha ofrecido Jesús en su evangelio:  Jesús mismo y sus enseñanzas nos han enamorado y seducido.
Lo amamos como nuestro mejor tesoro. Y aunque haya desaparecido de nuestra vista, sabemos que nos lleva en su corazón e intercede por nosotros. Que nos está preparando una morada. Que no nos abandonará.
Existe otra gran razón para el porqué soy cristiano. Porque “somos morada del Espíritu Santo”. El Espíritu de Dios habita en nosotros y nos aconseja, nos guía, nos enseña, nos llevará a la verdad completa. Es -dicho con palabras del evangelio- nuestro Paráclito. Estamos viviendo en la era del Espíritu. Aprendamos el arte de la espiritualidad.

José Cristo Rey García Paredes, CMF

IV DOMINGO DE PASCUA. CICLO A

ICONOS VIVOS DEL BUEN PASTOR

Este es el domingo en que ponemos de relieve la continuidad que se da entre la labor “pastoral” de la Iglesia y la acción de Jesús, el buen -o el bello- Pastor. Es el domingo en que interpelamos a nuestros jóvenes para ver si tienen vocación para el ministerio pastoral, sea como presbíteros, o como miembros de una “familia carismática” femenina o masculina.
Confesamos, sin embargo, que “el Buen Pastor” es uno solo, Jesús. Sólo Él guarda y cuida de su comunidad. Somos muchos y muchas quienes en la Iglesia colaboramos en el ministerio pastoral. Todos y todas dependemos del único y buen Pastor. Él es la puerta por la que entramos. Él es máximo criterio de nuestra vida y acción.  

Jesús, puerta y pastor ante los falsos pastores

En el antiguo Israel un aprisco estaba formado por cuatro paredes de piedra sin techo y una puerta. Los ladrones y bandidos asaltaban los rebaños saltando por las paredes. ¡Nunca entraban por la puerta! Jesús los llamaba “salteadores”. ¡Solo el legítimo pastor entraba por la puerta! Y así mismo, ¡las ovejas entraban y salían por la puerta! 
Jesús se presenta en el Evangelio de hoy como el legítimo pastor y también como la puerta auténtica. Él hace que en su presencia las ovejas se sientan seguras, tranquilas. Él llama a cada una por su nombre. Ellas conocen su voz y lo siguen. Ante el falso pastor, las ovejas no reconocen su voz, tiemblan, huyen. 
La puerta no es la doctrina de los que mandan; ni las normas o las leyes de quienes las emiten. La puerta es Jesús, el Hijo de Dios, el Pan bajado del Cielo, el Hijo del Hombre, el buen Pastor que da la vida por sus ovejas. 
Jesús se mostraba, en cambio, enormemente crítico hacia los falsos pastores: que identificaba con bandidos y ladrones. ¡Los que habían convertido la casa de su Padre en “cueva de bandidos”! Los que roban, matan y destruyen. Los que no entran por la puerta que es Jesús y su doctrina.

Pastor y Guardián de vuestras vidas

La segunda lectura de la primera carta de Pedro nos presenta también a Jesús también como el pastor y guardián de nuestras vidas. Él padeció por nosotros, sus ovejas. No dio ejemplo para que sigamos sus huellas. No cometió pecado. No insultó ni amenazó. Subió a la cruz, cargado con nuestros pecados. Quedó herido, y sus heridas nos han curado. Jesús es el modelo de toda acción pastoral. Con él debemos identificarnos todos los que participamos en la acción pastoral, presbíteros o laicos, hombres o mujeres. ¿No invocamos también a María como “la divina Pastora?

Los sucesores y el “testimonio colectivo”

Habían pasado cincuenta días después de la muerte de Jesús. Era el día de Pentecostés. Pedro aparece ante la gente junto con los Once. Pide atención. Les dirige estas palabras: “Que todo Israel sepa que Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías”.
Cómo lo diría que “estas palabras les traspasaron el corazón” e inmediatamente les preguntaron: Hermanos, ¿qué tenemos que hacer? ¡Qué bella expresión: ¡hermanos! Pedro y los Once no suplantan al buen Pastor. Sólo siguen sus huellas.  Pedro y los Once han sabido situarse al mismo nivel de sus oyentes. Jesús es el único Señor. Por eso, la gente se dirige a ellos llamándolos “hermanos”. 
Pedro les responde con tres frases -válidas también hoy para todos nosotros: 1) cambiad de mentalidad; 2) haceos bautizar y recibiréis el don del Espíritu Santo; 3) dadlo a conocer a vuestros hijos y a todos los que el Señor llame, aunque estén lejos. Con el “dalo a conocer” Pedro implica a todos los bautizados en la acción pastoral, en el cuidado pastoral. Y como dice el precioso salmo 22: aunque camine por sendas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo. Tu vara y tu callado me defienden.

Conclusión

Hoy no es el día del “clericalismo”. Hoy no es el día de los líderes falsos o autoreferenciales. Hoy es el día en que Jesús desea aparecerse en la acción pastoral de la Iglesia, en la que todos colaboramos, según la vocación recibida. ¡Que nadie se excluya de colaborar con Jesús en la acción pastoral! Empeñemonos todos en buscar las ovejas perdidas, en sanar a las heridas, en hacerlas entrar por la puerta. El Espíritu Santo hará posible lo que nos parece imposible.

José Cristo Rey García Paredes, CMF

III DOMINGO DE PASCUA. CICLO A

¡RECONOCER!

Los primeros tiempos de la comunidad cristiana, tras la Pascua, fueron tiempos para el reconocimiento. No era aquél únicamente un tiempo de “visiones”, sino, sobre todo, de “reconocimiento”. Tanto las discípulas de Jesús como sus discípulos necesitaban tener la certeza de que aquel que se aparecía era Jesús. Este domingo tercero de Pascua, nos invita a “reconocerlo”, a “sentirlo” de nuevo… “al partir del pan”.
Las lecturas de este domingo, tercero de Pascua, nos enseñan cómo reconocer la vida y la presencia de Jesús, en tres momentos:

  • La torpeza para reconocer y creer: los discípulos de Emaús
  • Simón Pedro, testigo e intérprete
  • La sangre de Cristo… el precio del rescate.

La torpeza para reconocer y creer: los discípulos de Emaús 

“Dos discípulos de Jesús iban caminando aquel mismo día hacia una aldea llamada Emaus”. Uno de ellos se llamaba Cleofás. Del otro discípulo, o discípula (¿la mujer de Cleofás?), nos sabemos la identidad.
Jesús resucitado les sale al encuentro. Ellos no lo reconocen. Al principio están cerrados en sí mismos, en su problema: ¡están defraudados! La fe no les llega para más. Ni siquiera creen en los indicios que podrían hacer sospechar la llegada de algo nuevo. No creen a las mujeres, ni siquiera intentan verificar el porqué de la tumba vacía. La incredulidad es impaciente. Los dos discípulos entran en una especie de vértigo y huyen, escapan.
Jesús les parece un extraño. La desconfianza impide el verdadero encuentro. Por eso, el Señor tiene que emplearse a fondo. Les explica las Escrituras y les va dando claves para el reconocimiento.
Las grandes claves que Jesús ofrece permiten entender de alguna forma el misterio del dolor y de la muerte: “¡era necesario que el Mesías padeciera para entrar en su gloria!”.
La llegada a Emaús y la oferta de hospitalidad, hace que los dos discípulos puedan reconocer a Jesús. Lo reconocen cuando Jesús se entrega sin reservas, cuando hace el mayor gesto de amor. Ese gesto de partir el pan les hizo comprender la tragedia del Calvario. Lo que parecía una tragedia había sido el gesto de amor más sublime e intenso.
En los caminos de la vida Jesús nos sale al encuentro. Está bien que no nos cerremos a quien nos visita, aunque al principio no lo reconozcamos. Si somos hospitalarios, acogedores… al final lo reconoceremos. No somos nosotros los que visitamos al Santísimo Sacramento. Es el Santísimo Sacramento el que nos visita.

Simón Pedro, testigo e intérprete

Simón Pedro cobra una gran relevancia en el tiempo de la Pascua. Se convierte en el gran testigo e intérprete de todo lo que ha acontecido en Jesús. Su testimonio y su predicación apasionada encienden por doquier llamaradas de fe.
Pedro no transmite doctrinas, teorías. No aparece como un maestro, sino como un testigo que, además de serlo, ofrece la interpretación de los hechos.

  • Testigo: Se dirige a los vecinos de Jerusalén, a judíos e israelitas. Les habla de Jesús de Nazaret. Ese hombre fue acreditado por Dios ante el pueblo con milagros, signos y prodigios. Pero a ese hombre lo mataron en una cruz quienes habían visto sus obras. No fueron capaz de “reconocerlo”, aunque lo conocieron. No lograron creer en Él, saber de quién se trataba.
  • Intérprete: Pedro les revela ahora la auténtica identidad de Jesús Lo hace sirviéndose de una ayuda externa y autorizada: el salmo 16. Es un salmo precioso, una auténtica joya. En él descubre Pedro la gran clave para entender la resurrección de Jesús. Ese salmo no se refería a David, dado que David murió y sus restos quedaron en el Sepulcro. Ese salmo se refería a Jesús.

El precio del rescate… la sangre de Cristo

De nuevo Pedro nos exhorta a poner en Dios nuestra fe y nuestra esperanza. Desde la carta, a él atribuida, nos pide que tomemos muy en serio la vida y nos conduzcamos de la forma más adaptada a la voluntad de nuestro Padre Dios.
Tomar en serio la vida quiere decir, ante todo, “hacerse consciente” de algo que ha revolucionado la historia del mundo: ¡que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos! ¡que le dio gloria! ¡Que la historia del mundo tiene un presupuesto previo (“antes de la creación del mundo”) y un final (“al final de los tiempos”) que le quitan toda ambigüedad y todo resultado incierto! ¡Estamos en manos de Dios y el Mal nunca vencerá!
Hemos sido rescatados con el supremo valor: el precio del rescate vale más que el oro y la plata. Es la sangre, la vida derramada de Jesús.
La esperanza ha de manifestarse en nuestra vida, en nuestro rostro. No podemos vivir como seres esclavizados. Hemos sido rescatados ya.

Conclusión

Sentir la cercanía de Jesús, reconocerlo de verdad, no es una experiencia meramente intelectual: es una convulsión vital. Las experiencias de resurrección no tienen solo que ver con Jesús. También con nuestra propia resurrección. Reconoce a Jesús quien se aproxima a Él. Lo desconoce quien de Él se aleja. La proximidad produce mutuo conocimiento. La lejanía genera un mutuo desconocimiento. Los hebreos expresaban la máxima proximidad, que se produce en el matrimonio, con el verbo “conocer”. También Dios anhela que su pueblo, su esposa, lo conozca y se llene de su conocimiento.

José Cristo Rey García Paredes, CMF

II DOMINGO DE PASCUA. CICLO A

¡Bienaventurados quienes sin ver creyeron!

Pep Ribé

A los saduceos que no creían en la resurrección de los muertos Jesús les habló de “los hijos y las hijas de la Resurrección”. Nadie duda del parto que nos hace nacer. Jesús nos habla de otro parto que nos hará resucitar. Escuchemos la Palabra de este domingo que nos revela este misterio fascinante y para muchísima gente… inesperado e increíble. 

¡Paz a vosotros! ¡Bienaventurados los que creen!

Tras la muerte de Jesús en cruz lo esperado hubiera sido la dispersión de su comunidad de discípulos y discípulas. Pero llegó la inesperado: unos decían que Jesús había resucitado… Después otros lo reafirmaban… Al final, todos lo experimentaron. Las dudas iniciales se fueron disipando: primero las discípulas, después los discípulos, finalmente… hasta el incrédulo Tomás que se había separado de la comunidad.

¡No cayeron en una alucinación colectiva! Se trataba de un proceso de apariciones personalizadas y después colectivas. No acontecía a través de “visiones ópticas”, sino de “visiones bíblicas”: es decir, descubrir el sentido de las Sagradas Escrituras que ya hablaban de ello: los profetas, los salmos, la ley. Jesús resucitado les ofreció la clave, el password para entender lo que estaba escrito: “Era necesario que así sucediera”. 

Cuando el Espíritu Santo nos acompaña en la lectura de las Escrituras Santas descubrimos el misterio de la Resurrección. Tal vez necesitemos tiempo… como le ocurrió al apóstol Tomas. Tengamos paciencia, porque en nosotrs hay una persona que se dice a sí misma: “si no lo veo no lo creo”. Pero el Espíritu la transforma para que “crea y pueda desde la fe ver mucho más… lo increíble” ¡Creer para ver! Y entonces proclamaremos: “¡Creo en la resurrección de la carne” “Señor, auméntanos la fe!”. Creer en la Resurrección no es el resultado de un esfuerzo voluntarista, sino el regalo de una nueva mirada, de una nueva sensibilidad, de una “esperanza viva”.

“Hijas e hijos de la Resurrección”

Anunciación – Arcabas (1926-)

Cuando la fe en el Resucitado se asienta, la comunidad cristiana confiesa que:

  • hay Resurrección colectiva; que Jesús es la primicia, el primero, y no el único; que él ha abierto el seno y tras él iremos naciendo a la vida eterna todas sus hermanas y hermanos; 
  • la conciencia de resurrección transforma la vida aquí en la tierra, en la historia.

La perspectiva -la promesa de Resurrección- cambia totalmente los deseos: no nos jugamos todo en este “primer tiempo” de nuestra vida. Hay un “segundo tiempo” en que podemos ganarlo todo. Así vivió la primera comunidad cristiana. Tras la depresión del Calvario llegó el entusiasmo irradiante, irrefrenable, testimoniante de la Resurrección. 
Por eso, los primeros cristianos no temían a nada, eran kamikazes sin violencia y sin suicidio. Estaban dispuestos a jugarse la vida como Jesús. No hay nadie más temible que quien no teme a nada. Así los cristianos predicaron la Resurrección por todo el imperio romano.

La fe en el Dios que resucita, vale más que el oro

En estos días de Pascua damos lectura a la primera carta de Pedro. Es recomendable dedicarle un tiempo para leerla de principio a fin. Es una excelente catequesis de Pascua. Hoy hemos proclamado solo la introducción. El autor de esta carta-catequesis es un hombre lleno de entusiasmo, feliz, agradecido: es un auténtico profeta de la resurrección, un eco de la sabiduría de Jesús su Maestro. Repitamos sus palabras:

“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo”.
¿Se puede decir más? ¡Qué magnifico panorama de sentido! Hemos nacido de nuevo. Somos los herederos de una magnífica herencia, que no se gasta, que es imperecedera.  Todo esto que se nos concede vale más que el oro. Por eso, demos gracias, alabemos, vivamos con un gozo inefable y transfigurado.

José Cristo Rey García Paredes, cmf

Domingo de Pentecostés Ciclo C (5 Junio 2022)

EL ESPÍRITU SANTO OS LO RECORDARÁ TODO


Lecturas alternativas para el Ciclo C: – Rm 8, 8-17Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. – Jn 14, 15-16. 23b-26El Espíritu Santo os lo enseñará todo.

El hombre que en su interior no tiene Música ni llega a conmoverse con acordes de armoniosos sonidos, es capaz de traición, de engaños y rapiñas; los instintos de su espíritu son lóbregos (confusos, sombríos que inspiran temor) como la noche, y sus sentimientos, como el Érebo (Dios griego de la oscuridad), oscuros. No os fiéis jamás de un hombre así. Y oíd la Música. (El Mercader de Venecia. William Shakespeare)

Orar es afinar la sensibilidad con el diapasón del corazón de Dios. Lo más importante es oír el sonido de Dios para poner nuestro corazón en sintonía con él. Dejar a Dios, a la Vida, al Amor, a la Naturaleza, al Universo, al Silencio… que suenen dentro de nosotros, haciendo vibrar las fibras más íntimas de nuestra sensibilidad (F. Moreno Muguruza).

 

               Aquel gran guitarrista que fue Andrés Segovia, convirtió la guitarra española de ser simplemente un instrumento «popular, en un instrumento de conciertos. Dio un memorable recital de guitarra en «La Herradura», un pueblo de la costa granadina (España), donde residió los últimos años de su vida. Antes de comenzar, relató con gracejo cómo nació su vocación, su despertar a la música. Se remontó a los años de su infancia. En Linares (Jaén, España), su pueblo natal, pasaba de vez en cuando un curioso personaje, que llevaba los utensilios más variopintos y traía ilusión especialmente para los niños. Toda una cacharrería ambulante: libros exóticos, cromos de todos los colores, mariposas disecadas, juguetes para los críos, muñecas vestidas de azul para niñas… Los iba sacando con manos de prestidigitador, ante los ojos maravillados de los más pequeños. De pronto, aquel hombre sacó una guitarra y empezó a tocarla. Aquel niño que era entonces Andrés Segovia nunca había visto una guitarra, nunca había oído su armonía. “Entonces -contó Andrés Segovia- yo recordé la música”. 
        La música estaba dentro de aquel niño llamado Andrés. Alguien la había sembrado allí generosamente, pero la música dormitaba escondida, expectante, aunque circulando con la sangre de sus venas. Aguardaba que «algo» o «alguien» pudiera arrancarla, hacerla salir.

Repasando y leyendo estas confidencias de Andrés Segovia, entendí mejor quién era y qué hacía el Espíritu Santo. 
El Evangelio de hoy afirma que el “el Espíritu Santo os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). 

              «Recordar» significa que están ahí dentro del corazón, guardadas, olvidadas, dormidas, esperando. Al recordarlas, al prestarles atención, al dejar que vuelvan desde el corazón a la mente empiezan a liberar toda su carga… y llegan a ser lo que son: anuncio vivo, comunicación, interpelación, sentimientos, sentido…

          Todas las palabras -también las de Jesús en el Evangelio, las que vamos escuchando una y otra vez en cada liturgia, en nuestra oración personal, en ciertas conversaciones o lecturas- están dormidas, sepultadas tras una capa de ceniza, bajo un manto de rescoldo. Con cuánta frecuencia las palabras nos llegan como sonidos polvorientos y pasajeros, sin sentido, con mensajes que no descubrimos… Pero algunas se esconden y permanecen por ahí adentro.

          Y de pronto, cuando él quiere, el Espíritu sopla, y aquellas palabras hasta entonces vulgares o enigmáticas, o irreconocibles, o no comprendidas se convierten en palabras verdaderas, cordiales, con sentido, con música. El Espíritu insufla, y aparecen en el fondo del alma unas ascuas vivas, resplandecientes, que nos queman y abrasan. Ese “¡ahora lo entiendo!”. Ese “¡ahí está la salida!”. Ese “¡cómo no me había dado cuenta antes!”. Ese «¡pues claro!»

               Pronunciamos vocablos, lanzamos al viento montones de palabras, que el viento se lleva… Hasta que caemos un día en la cuenta de lo que son y representan, lo importantes que pueden llegar a ser, lo que podemos decirnos en ellas, los puentes que tender con lo más íntimo de nosotros mismos. Y entonces comenzamos a hablar y comunicarnos, a acoger, a dejarlas que vivan. Eso hace el Espíritu. 
       Vemos caras, rostros anónimos, sombras que pasan cercanas… hasta que, de pronto, alguien enciende nuestros ojos por dentro, y al mirar descubrimos el rostro único de alguien. Y le podemos llamar “tú” y Tú. Invocarlo personalmente. Eso hace el Espíritu.

          Él despierta en nosotros todo cuanto de hermoso hay escondido. Es el soplo que da vida a las ascuas, el aliento que inspira las palabras, el que nos hace recordar esa música olvidada que todos guardamos dentro y que el Sembrador de las Estrellas plantó una mañana en nuestro corazón. 
             Y por fin el Espíritu nos hace soltar un grito emocionado, alegre, esperanzado, sin que sepamos nosotros ni cómo ni por qué, y nuestro instinto más profundo, gime y nos hace dirigirnos a Dios, asombrosamente, sin temor, con libertad con un clamor maravilloso: “Padre, querido Padre”, Abbá. Así nos lo decía hoy San Pablo 

¿Qué es lo que el Espíritu tiene que despertar o recordar en mí?

♦ Φ Me tiene que ayudar a descubrir y rescatar lo esencial, lo mejor de mí, la imagen de Dios en mí… de modo que yo pueda irme quitando tantos polvos y cenizas inútiles, que otros e incluso yo mismo, han ido ahogando la voz de Dios en mí.

♦ Φ Con su ayuda guardaré la Palabra en el corazón, aunque no la entienda, anque no me guste, aunque en este momento no parezca aportar nada a mi vida… y Él la hará despertar y recordar cuando yo necesite oírla y entenderla. Y me iluminará, abriéndome caminos. La Palabra de Jesús no quedará perdida u olvidada entre tanta palabrería. «Y vendremos a él y haremos morada en él». Ese dulce Huésped  del alma que me aconseja, y hasta de noche me instruye internamente (Salmo 15).

♦ Φ Despertará en mí la paz cuando mis errores y limitaciones, y conflictos me la quiten, cuando sean muy grandes las responsabilidades, cuando sean demasiado numerosas las tareas, cuando me sienta juzgado -con razón o sin ella-, o herido en mis sentimientos…

♦ Φ  Me recordará que estoy “habitado” cuando me parezca que estoy solo, o incomprendido, o cuando las cosas no salgan como yo quería. Y me recordará que soy hijo  de Dios, heredero de Dios, coheredero con Cristo y que con él compartiré su gloria. (Romanos 8, 8-17)

Ven Espíritu Santo, y enséñame a escuchar la música de la vida. Toca mis oídos espirituales para que aprenda a gozar esa canción que tú vas creando con cada cosa que me toca vivir. 
Ayúdame a apreciar todos los sonidos, y también los silencios, porque también lo que me parece desagradable, puede convertirse en parte de esa bella canción. 
Ven Espíritu Santo, ilumina mi vida, para que no me encierre a llorar lo que me falta y lo que he perdido. No dejes que cierre mi corazón a las cosas nuevas que quieres hacer nacer en mí, ven para que me atreva a tomar ese nuevo camino que me propones, cuando los demás caminos se han perdido. 
Enséñame a escuchar con el corazón, para que reconozca que, cuando una nota se apaga, comienza a sonar una nota distinta, comienza a vibrar otra cuerda, y la vida continúa. Ven Espíritu Santo. Amén. (Víctor Manuel Fernández)

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf /Francisco Contreras cmf

Domingo de la Ascensión Ciclo C (29 Mayo ’22)

La Ascensión: Una invitación a bajar


                  Del mismo modo que nadie fue testigo visual del hecho de la «Resurrección de Jesús», también hay que decir que nadie fue testigo de la «Ascensión de Jesús»,  a pesar de los conocidos relatos que acabamos de escuchar. y la numerosa y bellísima iconografía artística que reproduce tal cual esta escena. Habría que empezar por aclarar qué entendemos por «cielo» y qué significaría en tal caso «subir al cielo». Nadie piensa al rezar el «Padrenuestro que estás en los cielos», que a Dios se le podría localizar en alguna parte por entre los planetas y galaxias, por muy buenos telescopios que construyamos. 

        Entender los relatos bíblicos de forma literal llevó a la propaganda rusa a decir que el astronauta Gagarin habría dicho en su salida al espacio exterior: “Estoy en el cielo y no he visto a Dios por ningún sitio”, Es fácil encontrar esta cita por internet. Sin embargo, Gagarin era cristiano y jamás dijo cosa semejante. Fue más bien en un discurso del Secretario General del Partido Comunista, Nikita Jruschev, al Comité Central de la Unión Soviética quien afirmó: «Gagarin voló al espacio, pero no vio ningún Dios allí». ¡Pues sólo faltaba que lo hubiera visto!

              La Ascensión no es cuestión de lugar, ni es sólo cuestión de la ausencia física de Jesús, sino de una nueva presencia. El Espíritu de Jesús, presente y actuante, ocupa el lugar de Jesús, inspira y eleva los corazones, sopla donde quiere, abre los labios a la alabanza, hermana a sus seguidores y hace creíble el testimonio de los creyentes. La Ascensión de Jesús a la derecha del Padre no supone que quedemos abandonados a nuestra suerte; al contrario, a partir de entonces podemos experimentar la plenitud de Jesús dentro de nosotros. Jesús ya no pertenece ni al tiempo, ni a una cultura ni raza judías, ni a un cuerpo masculino con un aspecto muy determinado. Constituido Señor del Universo, ascendido al Padre, pertenece ya a todos los hombres, a todas las épocas y a todos los pueblos. Todos tenemos acceso a él.

          Para los seguidores de Jesús la Ascensión es una invitación a bajar. Porque la vida de Jesús en medio de nosotros estuvo marcada por el verbo «bajar»:

— El Hijo del Altísimo «bajó» a nuestra humanidad, al seno de una mujer, y luego hasta una cueva de Belén. Lo llamamos encarnación o «abajamiento».

— Bajó el «volumen» de la atronadora voz del Dios que se oyó en el Sinaí cuando dictaba los mandamientos, o se hacía sentir entre relámpagos, fuegos y terremotos, para convertirse en un susurro, en una Palabra ofrecida discretamente en la comunidad reunida en su nombre, para que sea acogida libremente y sin miedos.

— Rebajó sustancialmente la tremenda lista de normas, leyes, obligaciones y prohibiciones que hacían al hombre arrastrarse continuamente para el peso del pecado. El suyo, ya sabenos, es un yugo ligero y llevadero. Al final todo lo redujo a un solo mandamiento: el amor.

— Bajó hasta las riberas del Jordán (dicen que es uno los ríos más bajos de la tierra), para bautizarse entre pecadores. Y descendió todos los peldaños para poder estar entre los más bajos de la sociedad: prostitutas, leprosos, ciegos, samaritanas desconcertadas en el amor, pescadores de escasa cultura, pobres… Bajó hasta donde estaban los más hundidos, y aplastados por los de siempre…  Para ayudarlos a SUBIR.

— San Pablo recoge uno de los primeros himnos cristológicos, donde nos indica que «A pesar de su condición divina… se despojó de su rango, y se rebajó, pasando por uno de tantos, hasta la muerte, y una muerte de Cruz. Y por eso Dios lo levantó… El Hijo del Altísimo se rebajó… y por eso la fiesta de hoy vendría a significar ese ser levantado por el Padre para que recupere su condición divina, el «nombre sobre todo nombre».

           Pero, subir, subir… muy pocas veces: Al monte, de las bienaventuranzas para enseñar a las gentes y al Tabor, para charlar con Moisés y Elías y también con sus Doce. Por cierto que en aquella ocasión, Pedro estaba tan a gusto allá «arriba», que propuso quedarse, y preparar tres tiendas. Pero Jesús tuvo que indicarle que había que «bajar». Y subió hasta Jerusalem (que está en lo alto de un monte), varias veces, para ser al final elevado en una cruz.

          Aunque pueda parecer una paradoja la Ascensión de Jesús nos invita a «subir hacia abajo», como él mismo hizo siempre. Sólo bajando… se llega a lo más alto. Nosotros «bajamos» y Dios nos «levanta». Muy breve y bellamente lo escribió JUAN ANTONIO VALLEJO-NÁJERA:

     Baja y subirás volando 
    al cielo de tu consuelo,
   porque para subir al cielo, 
   se sube siempre bajando.
Concierto para instrumentos desafinados)

Jesús invitaba a sus discípulos a «bajarnos», por ejemplo:

• «Los últimos serán los primeros». Él es un vivo ejemplo de ello: el primer «ascendido» por el «Jefe». 
• «El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos». Aunque para ello haya que agacharse a los pies de quien sea «armados» de una toalla, para lavárselos.

Diríamos que Jesús nos invita a «subir hacia abajo», como él mismo hizo siempre. Sólo bajando… se llega a lo más alto. Nosotros «bajamos» y Dios nos «levanta». El Señor Jesús nos ha dejado libre «el ascensor» para que tengamos acceso hasta el cielo (=Dios).

Pero antes nos toca bajar a la arena del mundo y procurar que esta tierra empiece a ser el cielo. Porque «el cielo» no está donde solemos pensarnos. Me gusta cómo lo explica esta historia:

«Había una vez dos monjes que, en un manuscrito antiguo, encontraron noticia de un lugar donde el cielo y la tierra se tocaban, y decidieron ponerse en camino en su búsqueda. Subieron montañas, cruzaron ríos, atravesaron desiertos, sufrieron toda clase de penalidades en su viaje por todo el mundo y superaron toda tipo de tentaciones que pudieran apartarles de su propósito. 
Por fin llegaron a la puerta de la que hablaba el viejo manuscrito. Estaban a unos segundos de colmar sus anhelos. Bastaba llamar, y uno se encontraría ante Dios. Iban a pasar la frontera entre el cielo y la tierra. Por fin se abrió la puerta, y cuando entraron, se encontraron en la celda de su monasterio. Entonces comprendieron que el lugar donde el cielo y la tierra se tocan se encuentra en la tierra, en el puesto que Dios nos tiene asignado».

         Ahí (aquí) es donde podemos encontrarnos con Dios. Aquí es donde está la puerta del cielo. Y aquí tenemos nuestro trabajo: ir (bajar) hasta los confines del mundo, procurando destruir todos los infiernos y ayudando a hacer de esta tierra un cielo… 
Algún día el Padre también tirará de nosotros hacia «arriba», y estaremos siempre con él. Que eso es el cielo.

Podemos orar estos próximos días con las palabras del  Apóstol en la segunda lectura de hoy: 
El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama.

               Pero ¡ojo!, como avisaron aquellos dos vestidos de blanco: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?». Hasta que llegue el momento de subir…. nos toca bajar, poner los pies en la tierra y hacerla mejor, siguiendo los mismos pasos del que hoy ascendió a la derecha del Padre. 

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf 
Imagen superior Goyo. Inferior Pedro M. Sarmiento cmf

Domingo 6 Pascua Ciclo C (22 Mayo ’22)

LAS NUEVAS PRESENCIAS DEL RESUCITADO


 

               «Ahora que estoy a vuestro lado»… Jesús les da sus últimas recomendaciones y también algunos regalos como despedida. «Me voy y vuelvo a vuestro lado». Ciertamente que es una despedida enigmática: «Me voy y vuelvo». Seguramente que en aquellos momentos no entendieron nada de nada. «Me voy al Padre», pero vuelvo a vuestro lado». Lo entenderían mucho después. 

               Jesús les explicó distintos modos de su nueva presencia. Estará junto al Padre, pero a la vez estará con sus discípulos, nosotros. Podríamos decir: a partir de ahora vais a experimentar en vosotros mi presencia, pero de otra manera. Y también: vosotros vais a ser «el lugar»  donde los hombres podrán encontrarme. Ambas cosas.  ¿Dónde o cómo será esto? Nos interesa mucho, porque esto es lo que llamamos fe: la experiencia viva de la Presencia del Señor que se encuentra conmigo… sin dejar de estar con el Padre.

Enumero estas presencias, sin orden de prioridad. No se trata de «alguna de ellas», sino de todas juntas, complementándose entre sí, sin excluir ninguna:

+ Primero: Jesús les ha anunciado que «cuando dos o más de ellos se reúnan en su nombre allí estará en medio de ellos». Quiere decirse que la comunidad fraterna, el grupo de apóstoles que se aman entre sí, que se reúnen en su nombre, que dan testimonio del Resucitado, que oran juntos, que comparten sus bienes, que meditan y disciernen juntos, que parten juntos el Pan… es el «lugar» de su presencia, donde acudiremos para encontrarle.

+ Segundo: La Eucaristía. Sobre todo se refiere a celebrar juntos la Cena del Señor. Los hermanos compartiendo el mismo pan y la misma mesa, con un solo corazón y una sola alma, unidos entre sí. A ello se refiere insistentemente usando el verbo «permanecer». El que permanece en mí, el que está unido a mí como la vid a los sarmientos, el que come de este pan…

+ Tercero: El pobre, el enfermo, el hambriento, el emigrante, el preso son también sacramentos de Jesús. Son lugares sagrados donde, al acogerlos estamos acogiendo al mismo Jesucristo. Recordáis, ¿no? Tuve hambre, sed, estuve enfermo… y me acogisteisLa caridad como atención, servicio, atención, compañía, alivio… son la ocasión de poder encontrarnos con él. Algunos preguntarán «cuándo te vimos en esa situación»? Pero los suyos sí que lo sabemos. «Cada vez que… conmigo lo hicisteis».

+ Cuarto: «Haremos morada en él». El interior de cada uno es el lugar habitado por el Espíritu de Jesús. En lo más profundo de ti mismo, en lo mejor de ti mismo, en el fondo de tu ser, de tu conciencia… puedes experimentar su presencia vivificadora, luminosa, fortalecedora. La oración personal, cerrando la puerta de tu cuarto y escuchando en silencio, te permitirá escuchar su voz. Somos templos de Dios, como dejó dicho San Pablo.

+ Y quinto: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él». La Palabra de Jesús guardada en el corazón. Precisamente el Evangelio de hoy insiste en ello. 

         Los católicos tenemos bastante clara la presencia de Cristo en la Eucaristía, y nos provoca sincera devoción y para muchos es el centro de su vida espiritual. Sin embargo, debiéramos profundizar y dar mayor relevancia a las otras presencias indicadas.  En particular voy a referirme a la última, ya que nos ha dicho hoy Jesús: «El que me ama guardará mi palabra». El Concilio Vaticano II, citando a San Jerónimo, nos recuerda: «La ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo» y añade: «Recuerden que a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras».

Os aliento a que acerquéis a vuestra vida la Palabra de Dios. Es Dios mismo quien nos habla. Todos los días, en el inicio del día, en medio o por la noche, leamos, escuchemos y meditemos un texto de la Palabra de Dios, pues no solo experimentaremos cómo Dios habla, sino que encontraremos esa Palabra que todos necesitamos para hacer el camino de nuestra vida y que viene de Dios mismo, que es Palabra hecha carne.  Cuando nos acercamos a la Palabra, nos acercamos a Cristo. Todos los seres humanos están deseosos de una palabra que les dé salidas y ofrezca caminos, ¿cómo no desear que Cristo nos hable, si Él es la Palabra definitiva, clara, contundente, viva, que Dios dice a toda la humanidad?  (+Carlos Cardenal Osoro, arzobispo de Madrid, 23 Mayo 2019)

                 No podemos escuchar o leer la Escritura como un libro más. No. Es Palabra de Dios, en la que Él comienza un diálogo con nosotros en lo más profundo del corazón. Como escribía san Agustín después de una larga vida de búsqueda: «he llamado a la puerta de la Palabra para encontrar finalmente lo que el Señor me quiere decir». 

            No tardaremos en celebrar la fiesta grande de los Hijos del Corazón de María. Ella, como amaba tanto a Jesús, guardaba su Palabra, meditándola en lo más profundo de sí misma. Demos a la Palabra de Jesús el lugar que se merece: leámosla en nuestra oración personal, preparemos la Misa leyendo antes las lecturas, estudiémosla (no es un libro fácil)… 

Termino con unas palabras de un santo padre de los primeros siglos de la Iglesia: 

Lo mismo que prestamos atención para que no se nos caiga al suelo nada de nuestras manos cuando se nos entrega el Cuerpo de Cristo, así tenemos que prestar atención, a fin de que no caiga de nuestro corazón la palabra de Dios que generosamente se nos da, lo cual sucede si pensamos en otra cosa o nos ponemos a hablar (en vez de escuchar). Quien oyese con negligencia la palabra de Dios, no sería menos culpable que el que hiciese caer por tierra, por negligencia, el Cuerpo de Cristo. (Cesáreo de Arlés, 543)

Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf .
Imagen superior Red Mundial Oración del Papa. Imagen inferior Isabel Guerra

Domingo 5 de Pascua Ciclo C (15 Mayo)

EL AMOR,
MANDATO Y SEÑAL


El Verbo de Dios es quien nos revela que Dios es amor (1Jn 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles (Gaudium Spes 38)

 

                Después de una vida como la suya, tan llena de gestos, de compromisos, de opciones valientes, de renuncias… Una vida en la que fue dejando amigos por doquier,  con momentos de intensa alegría; con espacios de silencio para contemplar, descubrir, sorprenderse, profundizar en los acontecimientos y reposar las cosas delante del Padre; con buenos recuerdos compartidos o saboreados a solas… cabría esperar de Jesús un «testamento» largo, profundo, denso…

          Pues cuando Judas -símbolo del desamor, de la traición, de la incapacidad para crear comunidad, para acoger el amor gratuito- «sale»… Jesús sabe que su Hora está cerca y es cuando nos deja su último mensaje, su Testamento.

Habla principalmente de dos cosas: De «mandamiento» y de «señal».

En este momento no sugiere, ni propone, ni invita: MANDA.
– Manda porque parece la única forma de que se nos quede grabado en nuestra conciencia.
– Manda porque sabe lo débiles que somos, y las simples «invitaciones»… no solemos tenerlas muy en cuenta.
– Manda porque sabe que nos atrapan los mil y un «mandamientos indiscutibles» de la sociedad y de la cultura en que nos movemos: Gasta, disfruta, no te fíes, esconde, disimula, sube, vence, destruye, acapara, aparta, descarta, y tantos otros, etc (todos «imperativos», mandatos).
               Manda algo que, a primera vista, «no se puede mandar», porque nuestros sentimientos son lo más caprichoso, inconstante, cambiable, y rebelde que puede sentir el ser humano. No los elegimos, y no depende de nosotros tenernos o no tenerlos. Es imposible, a base de voluntad y de esfuerzo sentir cariño por personas que nos resultan indiferentes, que no nos «caen», con las que tenemos poco en común o que directamente no tragamos… Esto no se puede mandar, porque no está en nuestra mano obedecer.
            ¿Cómo podemos mostrar amor por los «Judas» de nuestra vida, que nos han hecho tanto mal? ¿Cómo podemos amar a esas «personas tóxicas», cuya presencia nos daña, nos desgasta, nos hace perder la paciencia y los nervios, nos fastidian…?
¿Cómo puede mandarnos que arranquemos de lo más profundo de nuestro corazón la rabia, el rechazo, el odio, la venganza o la simple indiferencia? Ya quisiéramos, pues lo cierto es que estamos convencidos que se es más feliz sin almacenar tanta basura en el corazón… pero pocas veces somos capaces de reciclarla o eliminarla por nosotros mismos. 
Y resulta que aquello que sólo haríamos por una persona muy especial para nosotros… nos MANDA hacerlo con todos y cada uno de los que encontramos en el camino. Nos manda amarnos unos a otros. No se trata de ser educados y correctos o amables (que no sería poco). «Como Yo os he amado». Es decir: nos MANDA amar hasta dar la vida. ¿No es demasiado? Nos manda/reta a la transformación más radical y profunda. Se trata de un «MANDAMIENTO» muy especial por lo difícil, porque es imposible.

            Pero hay que tener muy en cuenta que Jesús les dice todo esto «al final», cuando se está despidiendo de sus discípulos. Jesús durante toda su vida les ha estado enseñando, acompañando, ayudando, corrigiendo, haciendo crecer… sin ponerles condiciones. Ellos han sido los primeros en experimentar personalmente los «efectos» de un amor así. Y por lo tanto, parece lógico CORRESPONDER a ese amor, tratar de amarLE del mismo modo. Pero Jesús hace un desplazamiento impresionante, sorprendente: Que el amor que sentiríamos por él, el agradecimiento y la acogida de todo lo que él es y hace por nosotros… lo volquemos sobre los hermanos, sobre la Comunidad de Discípulos. «Si me amas»…. «amaos». 

Todos florecemos cuando nos sentimos amados porque “el amor echa y nos invita a echar raíces en la vida de los demás. Nos pertenecemos los unos a los otros y la felicidad personal pasa por hacer felices a los demás. Todo lo demás es cuento. Cuando las personas no amen más, será verdaderamente el fin del mundo, porque sin amor y sin Dios ningún hombre puede vivir en la tierra (Papa Francisco en Rumanía, 2019)

         Y sólo sería «mandamiento» en la medida en que hayamos experimentado la 2ª parte de la frase «como yo». Cuando alguien se siente amado, se sabe amado… se hace capaz de amar, desborda sobre otros su amor. Y en el caso de Jesús muchísimo más. Esta es la clave de su «mandamiento»: TRANSMITIR LO QUE HAYAMOS RECIBIDO Y EXPERIMENTADO DE ÉL. Si nos hemos sentido acompañados, sanados, perdonados, regalados, etc por él… seremos capaces de hacerlo con los otros. Será su Amor en nosotros el que sea capaz de amar así. 

            Luego asocia el «mandamiento» con una «SEÑAL». Una señal que hemos de ser nosotros. La señal de que somos de los suyos y que hemos aceptado como Padre a su mismo Padre y hemos experimentado su amor… está en el trato hacia los hermanos, en que nos pongamos a amar. También lo podemos decir al revés: Si no amamos, no podrán reconocer quién es nuestro Padre ni nuestro Maestro.
Para que otros sepan que somos discípulos, amigos de Jesús, no podemos presentar ningún carnet, ni vale el certificado de bautismo,  ni recitar de memoria el catecismo entero (que ya es difícil)… ni que demos la lata a familiares y conocidos diciendo que lo somos… En el empeño y en el estilo de amar es donde podrán detectar quiénes somos realmente.

                Como somos débiles, a veces seremos señal y otras dejaremos de serlo, y puede que incluso seamos un anti-signo. Puede que alguna vez seamos una potente antorcha, y y otras una humilde cerilla en medio de la noche. Nos amaremos unos a otros como buenamente podamos, poniendo en ello alma, corazón y vida.A veces puede ser suficiente con una sonrisa, y otras con el cansancio a flor de piel, a veces con esfuerzo y a veces con desesperanza. Pero nunca amaremos todo lo que podemos, ni tal como él nos amó. Nos reconocerán como discípulos suyos en que nunca nos cansemos de intentarlo.

             Y cuando ya no podamos, cuando nos resulte imposible, acudiremos a Él, para pedirle que nos haga experimentar con más fuerza ese mor suyo. Ese Amor que llamamos ESPÍRITU SANTO y que él nunca niega a quienes se lo piden. Esta ha de ser nuestra oración principal e incansable. Sólo el Espíritu nos hará ser lo que realmente somos: hijos, hermanos y discípulos.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf  Imagen inferior JL Saborido

Nota: En Madrid la Fiesta de san Isidro se traslada litúrgicamente al Lunes 16 de Mayo, en las Eucaristías de la mañana. No es «de precepto».